Conocí a Rafael de Penagos por mediación del maestro Manuel Alcántara, allá en mi juventud agitada y mitómana. Penagos, hijo del gran dibujante homónimo, era un hombre de estampa gallarda y corazón desbordante de generosidad, incapacitado para el rencor; tenía la voz más hermosa del mundo, una voz cálida y hospitalaria, arañada de recónditas melancolías, templada sin engolamiento, respetuosa de la prosodia y al mismo tiempo agitada por una trepidación interior que convertía la palabra poética en un ascua incandescente. Con esa voz privilegiada se había ganado la vida, doblando películas; pero Rafael de Penagos era, por encima de cualquier otra cosa, poeta hasta la médula, un poeta de tono elegíaco y meditativo que embridaba muy pudorosamente las emociones, para ensimismarse en la evocación de las personas amadas. Cultivó la poesía amatoria en Sonetos del buen amor, cultivó la poesía elegíaca en Memoria de mis días y Declaración de equipaje; pero donde alcanzó su más alta cima fue en Poemas a Consuelo, donde su veta amatoria y su veta elegíaca se funden para llorar la ausencia de la mujer amada: «Ya sólo eres tu nombre: no tienes carne. / Está tu nombre a punto: / ya todo es tarde. / Ya, derribado, / tu nombre es mi silencio / crucificado».
Si la poesía fuese una ciudad, con sus avenidas de estruendo y sus callejuelas tortuosas, la poesía de Rafael de Penagos sería una plaza. No una plaza de arquitectura apabullante, pensada para las arengas y el tráfago vocinglero, sino más bien una plaza recoleta, hasta la que sólo llegan los paseantes más ariscos de los caminos trillados; una plaza bendecida por el sol, serena de jardines, huida del asfalto, donde aún es posible ensanchar el alma. Y ese mismo ensanchamiento del alma que nos depara la lectura de sus poemas nos lo deparaba la compañía del hombre que los había escrito. Rafael de Penagos hizo de sus días una ofrenda gozosa a los amigos que admiraba, no importase que estuviesen vivos o muertos, pues como en cierta ocasión le confió César González-Ruano, su amigo más admirado, «cuando ya no estemos, seremos en alguien». Y en Penagos, en su memoria rumorosa e insomne, se paseaba viva la ironía tranquila de Julio Camba, se paseaban vivos los primores de la observación de Azorín, se paseaba viva la ingenuidad alborozada de Alberti, se paseaban vivas las magulladuras de una vida errante de León Felipe, se paseaba viva la humanidad desbordante de Neruda, se paseaba vivo, como un ciprés siempre enhiesto, habitado de sutiles nostalgias, el fondo sentimental de Ruano. Todos ellos, y muchos más, se paseaban vivos y en vilo, con el corazón por encima de la camisa, en la evocación de Rafael de Penagos, atleta de la amistad, se paseaban por su amena biblioteca como ángeles custodios o convidados a una fiesta que nunca termina; porque la amistad de Penagos era una taberna siempre abierta, una despensa siempre pródiga.
En un pasaje de Memoria de doce escritores, Penagos nos cuenta que Antonio Machado, siendo huésped en una pensión segoviana, se tumbaba en la cama de su cuarto y «recitaba sus versos a petición de otro huésped que dormía en una habitación contigua, separada de la suya por una encristalada puerta con visillos, que entonces quedaba entreabierta, para que se dejara oír la voz del poeta». Ahora que Rafael de Penagos ha partido, ahora que «sin darse cuenta / se le durmió el cansancio en la almohada», me llega a través de una puerta entreabierta su voz cálida y hospitalaria, su voz arañada de recónditas melancolías, templada sin engolamiento, respetuosa de la prosodia y al mismo tiempo agitada por una trepidación interior que convertía la palabra poética en un ascua incandescente. Y descubro que esa voz me habita; que, de algún modo misterioso, Rafael de Penagos «es en mí». Descansa en paz, amigo querido.
Juan Manuel de Prada
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