Desde hace décadas los cubanos sufren una dictadura atroz ante la cual se han arbitrado distintas políticas. Los estados latinoamericanos optaron por el principio de no injerencia: era un asunto exclusivo de los cubanos y sólo ellos debían resolverlo.
En España Franco se sumó a esa posición, llegando a mantener unas sorprendentes buenas relaciones con el régimen castrista. Unas relaciones que se mantuvieron durante los gobiernos de Suárez y de González. Estados Unidos ha vivido el tema como una cuestión interna. El peso de la comunidad cubana se ha hecho notar hasta el punto de condicionar la política a seguir. No olvidemos que Al Gore perdió las elecciones presidenciales en el estado de Florida en plena resaca por el caso «Eliancito».
Europa ha sufrido un intenso debate sobre el contenido moral de su acción exterior. Del viejo realismo, donde sólo preocupaba la defensa del propio interés, hemos pasado a valorar el efecto de nuestros actos tanto sobre el bienestar de otras gentes como sobre la estabilidad de otros regímenes.
A propuesta de España la Unión Europea estableció una «posición común» en la que marcaba distancia con la dictadura al tiempo que manifestaba su solidaridad con la oposición democrática. Hoy Zapatero trata de revisar esa política, dando la espalda a los demócratas y acercándose al régimen, a pesar de que es obvio que ello no supondrá ningún cambio. Detrás de este giro hay un nuevo ejemplo de relativismo moral, el deseo de salvaguardar la dignidad del principio revolucionario y la añoranza de la «cheka» que se esconde tras un ejercicio de «memoria histórica» tan subjetivo como interesado.
¡Qué menos que reconocer la dignidad de aquellos que exponen su vida por la libertad! El no hacerlo esconde viejos fantasmas de una historia nacional con marcada querencia totalitaria.
Florentino Portero
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