El 17 de febrero, durante la inauguración del XXXIII Consejo de Gobernadores del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola de la ONU (organismo con burócratas que cobran suculentos sueldos pagados con nuestros impuestos), su presidente, Kanayo Nwanze, advirtió de que el número de hambrientos en el mundo alcanzó la cifra récord de 1.000 millones en 2009. |
Unas 24.000 personas mueren cada día por hambre o causas relacionadas; de ellas, el 75% son niños menores de cinco meses. Semejante atrocidad se debe a la extrema pobreza. Entre tanto, la producción de alimentos está creciendo a un 5% anual, mientras que la población lo está haciendo sólo al 2%.
Entre 1950-1985, la producción mundial de cereales creció mucho más que la población: pasó de 700 a 1.800 millones de toneladas. La producción de cereales y tubérculos o raíces llegó a 500 kilos por persona y año, cantidad suficiente para cubrir una ración calórica a toda la humanidad.
Esto demuestra que la naturaleza –el mercado natural, el hombre– está preparada para terminar con el hambre y con la escasez de cualquier recurso, como el agua y la energía; y no es cierto que la miseria sea una condición natural e inevitable de la humanidad.
Como mantenía la filosofía aristotélico-tomista, la naturaleza tiene un orden creado para el desarrollo de la vida, y provee las fuerzas creadoras y productivas necesarias para evitar la escasez. Es la violencia lo que destruye el orden natural y espontáneo.
Donde hay hambre, la hay porque el gobierno ha instrumentado múltiples regulaciones, normas y reglamentos –y utilizado para ello el monopolio de la violencia– que han acabado destrozando la capacidad productiva y distributiva del mercado natural y provocando el efecto contrario al deseado: los pobres acaban dando y los privilegiados, recibiendo.
Dos casos reciente ilustran esa triste realidad. Los subsidios a la producción de etanol provocaron un aumento en la demanda de cereales; por otro lado, la Reserva Federal bajó tanto las tasas de interés que los inversionistas especulativos encontraron una alta rentabilidad en los productos agrícolas, lo que empujó los precios al alza.
Según Nwanze, son 31 los países que dependen de la ayuda internacional en materia de alimentación. Esa cifra representa un mínimo histórico. Veinte de esos 31 países están en África, donde el estatismo y la coacción estatal sobre la sociedad y el comercio son más asfixiantes.
William Easterly, profesor de economía de la Universidad de Nueva York, ha demostrado el fracaso del asistencialismo estatal, financiado con impuestos. Desde 1945, Estados Unidos y sus aliados han destinado más de un billón de dólares a la ayuda externa; pero resulta que los países que más se han desarrollado han recibido poca o ninguna ayuda, y los que más fondos han recibido viven inmersos en graves problemas.
El dinero es infinitamente más productivo en manos privadas que en las de políticos y burócratas: cuando está en las primeras favorece el proceso creador y de redistribución y posibilita milagros económicos como los registrados en Alemania, Japón y Chile.
En 1850, el 65% de la población de Estados Unidos se dedicaba al cultivo de la tierra. A medida que avanzaba la industrialización, muchos –empezando por el célebre Malthus– temían que si continuaba el éxodo rural a las ciudades caería la producción de alimentos, lo que, sumado al aumento de la población, provocaría hambrunas. Hoy, sólo el 3% de la población norteamericana trabaja la tierra; y no sólo ha aumentado la cantidad de alimentos producidos, sino que EEUU es uno de los mayores graneros del mundo.
© AIPE
ALEJANDRO A. TAGLIAVINI, miembro del Consejo Asesor del Center on Global Prosperity.
http://revista.libertaddigital.com
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