Un día, quizás influenciado por una escucha obsesiva de «Claro de luna», volé a la isla de Mallorca para visitar melancólicamente Cartuja de Valldemosa. En el camino encontré amigos perdidos, huidos de la malicia y la molicie de Madrid y Barcelona, y fui haciendo diferentes paradas tertulianas hasta el crepúsculo. Con esto pretendía hospedarme en La Cartuja pero sólo alcancé a penetrar en la semioscuridad de un ala derrumbada y llena de cascotes donde, a punto de romperme las piernas, sustituí la elegante melancolía musical por imprecaciones de carretero que hubieran escandalizado a las mulas.
Allí llevó Aurora Dupin, alias George Sand, escritora francesa regular, travestida de hombre, amante de Chopin, al que llevó a reponerse a Valldemosa, creyendo los médicos de la época que estaba afectado de tuberculosis cuando la ciencia no daba para poder diagnosticar su verdadera causa de muerte, haciéndonos a todos la ternura de su piano con su derrumbe en el dolor.
Sand aprovechó la estancia en la isla para escribir «Un invierno en Mallorca», donde pone a «panpedir» a los lugareños tachados de rácanos y retrasados mentales. Desde entonces la pareja Chopin-Sand fueron personas no gratas allí.
Hace doscientos años hoy del nacimiento del compositor polaco; cuando murió él en 1849, su hermano pidió que le arrancaran su corazón musicalmente herido y lo sepultó en una redoma con coñac y fue trasladado a la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, mientras sus restos fueron sepultados en París, en el cementerio de Pére Lachaise. La dicotomía de sus restos hace florecer homenajes a Frederic Chopin en el bicentenario de su nacimiento. Aquí yo me quedo igual que en Valldemosa, dándome con las vigas y escuchando en mi casa su «Marcha fúnebre», muy adecuada para estos tiempos.
Martín Prieto
www.larazon.es
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