Recuerdo que estaba en Roma siguiendo el Cónclave que eligió al cardenal Ratzinger como Benedicto XVI, cuando un arzobispo de la Curia, con bastante sentido del humor por cierto, comentó a un grupo de colegas que estaban junto a él: «chicos, se acabó el recreo». Efectivamente, el largo y fructífero papado de Juan Pablo II removió los escombros de una Iglesia que se habían tambaleado después del Concilio Vaticano II. La excitante actividad del Papa invitó a la reflexión sobre nuestras creencias y su proyección hacia el futuro.
Benedicto XVI, desde el primer día de su pontificado, reiterándolo nuevamente en España, no ha hecho otra cosa —¡nada menos!— que recuperar el sentido común, esa percepción de la idea de Dios, del sentido de la vida, de la lucha por la libertad individual y colectiva, de la búsqueda de la justicia, y de la fraternidad entre los seres humanos, que está inscrita en el ADN del individuo, aunque éste se empeñe en alterarlo introduciendo en el mismo elementos exógenos, que lo arruinan. El Papa, pues, una vez más, en sus palabras compostelanas y barcelonesas, ha vuelto a recordar verdades como catedrales o, si lo prefieren, como esas torres gaudinianas que se elevan hasta el cielo. Las consecuencias políticas y sociales que todo esto va a tener en España, especialmente en la sociedad catalana, resultan evidentes. Aunque confieso que lo que más me conmovió de la visita del Papa fue cómo se le iluminó su cansado rostro, esbozando una sonrisa franca y abierta, al aparecer frente a él esos seis niños acompañados de sus padres, mi sobrino Pablo Baurier Trias y su mujer, la pequeña de los cuales llevaba el padre en brazos, una familia de profunda vinculación con los jesuitas y las religiosas del Sagrado Corazón, que le entregaron las ofrendas en representación de las familias cristianas de Cataluña.
Jorge Trías Sagnier
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário