Resulta tragicómico el empeño de cierto nacionalismo catalán por presentar la visita de Benedicto XVI a Barcelona como un respaldo a sus tesis identitarias. Como Judas Iscariote, el nacionalismo catalán ha tendido siempre a confundir el culo con las témporas, la adhesión a la fe con la reivindicación política; y, como le ocurrió a Judas Iscariote, esta mistificación grave del nacionalismo, llevada hasta sus últimas consecuencias, acaba arrojándolo al callejón ciego de la apostasía, que es el preámbulo del suicidio. Judas Iscariote esperó hasta el último momento que Cristo acaudillase un movimiento político de liberación frente al opresor romano; y cuando por fin descubrió que esta utopía mesiánica no se cumpliría, no le restó otra salida que entregar a su Maestro y quitarse la vida. No acaba de entender el nacionalismo el misterio de la fe encarnada, que celebra la diversidad de los pueblos abrazándolos en su íntima sustancia, que es la unidad de los hijos de Dios. Y en la consagración de la basílica de la Sagrada Familia, obra del genio catalán y ecuménico de Gaudí, se consagra esta hermosa verdad cristiana, que a la vez que celebra las expresiones autóctonas de la fe las agavilla en una vocación comunitaria sin fronteras. La idolatría nacionalista entiende lo autóctono como una semilla encizañadora; la fe en Cristo como un jubiloso signo de universalismo.
La sombra de Judas Iscariote ha estado muy presente durante la estancia de Benedicto XVI en España. Entre los exabruptos cerriles proferidos por sus detractores ha hecho especial fortuna esa cantinela que reprueba farisaicamente el gasto que acarrea una visita de estas características; cantinela a la que se responde en términos idénticamente farisaicos, aduciendo que la visita papal más bien genera dinero, como si de una atracción turística se tratase. También Judas se escandalizó cuando en Betania María, la hermana de Lázaro, ungió los pies de Cristo con un carísimo ungüento de nardos que costaba trescientos denarios; cifra que Judas hubiese preferido destinar a los pobres. A lo que Cristo repuso: «Pobres siempre tendréis entre vosotros; pero a mí no siempre me tendréis». En realidad, Judas no habría empleado esos trescientos denarios en el socorro de los pobres, sino en su «redención política», que los habría hecho más pobres aún; y los que hoy lamentan los gastos acarreados por la visita de Benedicto XVI son los mismos que se encargan de fabricar pobres a porrillo, reclamando financiación para «redimirlos políticamente» (esto es, para nutrir sus burocracias autonómicas), mientras la Iglesia encabezada por ese Papa se encarga de atender a los pobres que ellos previamente han fabricado.
Pero la pobre gente sometida ha interiorizado este discurso cínico; y llega a creer que la visita del Papa constituye, en efecto, un gasto fastuoso, o se defiende como gato panza arriba, asegurando que en realidad ese gasto se torna ingreso fastuoso, mediante alquimia turística. Y unos y otros, poseídos por el espíritu de Judas Iscariote, son incapaces ya de percibir la visita de Benedicto XVI como recepción de un don espiritual que derrama su aroma de nardos por las estancias de la casa; y que, a la vez que gratifica a los buenos, ahuyenta a los demonios. Los demonios de antaño, una vez exorcizados, tenían que conformarse con encontrar refugio en una piara de cerdos que se despeñaba por un barranco; hoy, en lugar de tan congruente habitáculo, se disfrazan de Judas Iscariote y nos dan la murga con sus exabruptos cerriles.
Juan Manuel de Prada
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