José Luis Rodríguez Zapatero, despatarrado entre sus complejos y sus limitaciones, tiende a no estar donde se le espera y, menos aún, donde debiera. Suele fabricarse una realidad que, por artificial, no coincide con la que viven los ciudadanos sometidos a su Gobierno. Eso le aporta un aire diferente que, a sus ideológicamente cercanos, les produce ternura y, a los distantes, una innecesaria irritación. Ayer no estuvo en Santiago de Compostela para, en su condición de jefe del Ejecutivo, dar la bienvenida al jefe del Estado Vaticano. Es algo que entra en su complicada obsesión frente a los símbolos y que se sustenta en una constante confusión entre el laicismo y la confesionalidad, sin entender plenamente que lo primero le conviene al Estado y lo segundo afecta a las personas. El anticlericalismo rabioso conduce a ese tipo de ofuscaciones.
En ocasiones como esta, similar al desfile en el que, en arrebato de grosería cívica, no se levantó al paso de la bandera de un país amigo y aliado, se evidencia, mejor que en otras, la radicalidad casi fanática del líder socialista, que, en simultánea paradoja, propugna la discutible y, por lo menos, quimérica Alianza de Civilizaciones. ¿Todos revueltos mejor que cada uno en su casa y en profundo respeto para con el vecindario?
Los coleccionistas de autógrafos que operan en Internet —¡hay de todo en el mundo virtual!— cotizan siete a uno los del Papa Benedicto XVI con referencia a los del presidente Barack Obama y, sin embargo, Zapatero, siempre hambriento y buscador de imágenes planetarias, ha renunciado en aras del laicismo a su presencia compostelana. Aristide Briand, premio Nobel, socialista, francés, laico y pionero, en los años veinte, de la unidad europea en la que, ya en los cuarenta, se inspiro Jean Monnet para el diseño de la UE, decía que el camino que conduce a Santiago, como los que llevan a Roma, son el sistema circulatorio que le da vida a un Continente imposible sin la filosofía griega, el derecho romano y la ética cristiana.
Ayer en Santiago y hoy en Barcelona tiene poco sentido, si es que pudiera tener alguno, el afán confrontador entre laicismo y cristianismo que denotan los gestos del presidente del Gobierno. Dado que la Iglesia de Roma es, por definición, una, santa, católica y apostólica, los muy puristas de la distancia podrían objetar en la nota apostólica una intención expansiva incompatible con el laicismo; pero, un Estado como el nuestro, y una Historia como la que transcurre en su territorio, ¿tienen sentido sin el cristianismo como fundamento? Nos estamos quedando sin fe, ¿también sin cultura?
M. Martín Ferrand
www.abc.es
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