segunda-feira, 7 de abril de 2008

Charlton Heston

Me pongo a hacer memoria y creo que pocos actores me han deparado tantos ratos de perdurable felicidad cinéfila como Charlton Heston. Acabo de enterarme de su muerte y acuden en tropel a mi memoria decenas o cientos de secuencias de las películas que protagonizó, siempre rebosantes de una virilidad a veces entreverada de patetismo trágico, a veces de una suerte de estoica fiereza. Sospecho que sus cualidades nunca fueron apreciadas en su justa medida; y, desde luego, los prejuicios ideológicos progres han contribuido a mermar su estatura interpretativa. Pero Charlton Heston era un actorazo que llenaba la pantalla antes incluso de ponerse a hablar, con una mirada que podía ser farruca o atribulada según conviniese, con un rostro poblado de angulosidades que podía registrar mejor que ninguno la rabia contenida, la concupiscencia desatada, el dolor compungido y el dolor ebrio de venganza. Y tenía, desde luego, un cuerpazo de animal cinematográfico que provocaba mareos.

Casi todo el mundo sabe que Charlton Heston era un señor muy de derechas. Pocos saben, en cambio, que gracias a su empeño personal vieron la luz algunas de las películas más grandiosas de la historia del séptimo arte. Como, por ejemplo, «El señor de la guerra», de Franklin J. Schaffner, una aproximación áspera y a un tiempo poética a la Edad Media que encandiló a Juan Eduardo Cirlot. Como, por ejemplo, «Sed de mal», que para quien esto firma es la obra maestra de Orson Welles y tal vez la más soberbia película de cine negro jamás filmada. Charlton Heston, que durante muchos años fue el actor más cotizado de Hollywood, pudo haberse limitado a participar en superproducciones de éxito asegurado; pero amaba su oficio, creía en el talento artístico más allá de las imposiciones comerciales y consiguió que proyectos sin financiación se rodaran, a veces apoquinando su propio peculio.

Lo recordamos, sobre todo, por su composición de Judá Ben-Hur en la celebérrima película de William Wyler: lo recordamos bebiendo sediento el agua que le tiende un Nazareno que no aparece en pantalla; lo recordamos bogando en galeras, mientras lanza una mirada arrogante a Jack Hawkins; lo recordamos enzarzado en un duelo agónico con Stephen Boyd, en la que quizá sea la secuencia más divulgada de la historia del cine. Charlton Heston encarnaba en aquella película las pasiones humanas más nobles y también las más ensañadas y destructivas con un vigor que desbordaba la pantalla: cuando odiaba, un nido de víboras enardecidas se enredaba en su pecho; cuando amaba, lo hacía de una forma desaforada, ciclópea, que cortaba el resuello. Esta fisicidad que lograba transmitir a las pasiones más tumultuosas no le impedía sin embargo componer personajes agrietados por el sentimiento de pérdida y la derrota; de su mano aprendimos que también en la pérdida y en la derrota anidaba la épica.

Trato de invocar todas las películas de Charlton Heston que me hicieron feliz, allá en la infancia atónita, allá en la adolescencia exaltada y confusa: «Cuando ruge la marabunta», «Pasión bajo la niebla», «Los diez mandamientos», «El Cid», «Horizontes de grandeza», «Mayor Dundee», «El planeta de los simios», «El último hombre vivo»... Y sé que me dejo muchos títulos entre los jirones del olvido. Lo que nunca podré olvidar es cómo besaba Charlton Heston a las actrices con las que compartía estrellato: las besaba como si las estuviese estrujando, las besaba como si deseara arrebatarles el último depósito de aire de los pulmones, las besaba como si quisiera inmiscuirse en cada célula de su cuerpo, como si quisiera arrancarles el alma a dentelladas. Yo veía besar a Charlton Heston y me quedaba tiritando: de gozo, de admiración, de miedo, de estremecida lujuria, de puritita envidia. Nadie, con la salvedad de John Wayne en «El hombre tranquilo», ha besado de esa manera ruda, agónica, salvajemente viril. Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan estarán de acuerdo conmigo; y conmigo llorarán en homenaje a aquel pedazo de animal cinematográfico que nos ha dejado. Cuando me lo encuentre en el cielo, le pediré que me enseñe a besar de ese modo arrebatado: los ángeles y las ángelas se enterarán entonces de lo que vale un peine.

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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