Abrió el Mar Rojo de par en par, pintó la Capilla Sixtina, cabalgó por los campos de Castilla a lomos de Babieca, pasó cincuenta y cinco días en Pekín con el animal más bello del mundo, regresó en un eterno retorno nietzscheano al planeta de los simios, ahogó con sus manazas de marfil el rugido de la marabunta, triunfó como Bufalo Bill a la grupa de un pony exprés, estableció -con su rifle- la ley de los fuertes, ahogó la sed de mal a las órdenes del ciudadano Welles; como el príncipe judío Judáh Ben-Hur hizo temblar los muros del imperio romano derrotando sobre la sangre y la arena al malvado Messala en la cuádriga más famosa de la historia del cine, se pegó con Gregory Peck por unos «Horizontes de grandeza» para al final reconocer: «¡Y qué hemos conseguido con esto!»... Sí, la historia más grande jamás contada era él: Charlton Heston, fallecido el sábado.
Nacido en Evanston (Illinois) el 4 de octubre de 1924, su infancia son recuerdos de un humilde molino con vistas a una aldea no maldita de sueños de actor, seductor, y lector. En 1942 conoció a su mujer, Lydia Clarke -que le ha acompañado hasta su último latido-, con quien se casó en 1944, año en el que agarraría por primera vez su fusil: fue llamado a filas en la Segunda Guerra Mundial, en las Islas Aleutianas. De regreso malvivó llamando a las puertas de los teatros, hasta que Broadway le abrió una pequeña rendija. Por ahí metió su efigie egipcia en una película de dieciséis milímetros de la obra de Ibsen «Peer Gynt». Fue David Bradley quien le abrió las puertas del séptimo cielo, el mismo tipo que le dirigió en «Julio César», donde Heston era Marco Antonio, que le obsesionó en su carrera: volvió a interpretarlo en los años 60 en «El asesinato de Julio César», y en los 70, reescribió, dirigió e interpretó «Marco Antonio y Cleopatra».
Cecil B. DeMille y la épica
Los focos del Imperio B. DeMille fueron obnubilados por aquel chico de Illinois que «apuntaba maneras» declamando a Shakespare. Tras su bautismo de fuego en «Dark City, la ciudad de las sombras», el Tío Cecil convirtió granito en marfil, le armó de un látigo, y le puso a dirigir su casa de fieras. Cecil B. DeMille le confió a Heston la jauría, humana y animal, del circo en «El mayor espectáculo del mundo» (1952). La leyenda de santo castigador cautivó a sus admiradoras, que eran legión. Sus besos, de cine, provocaban espolones en las tersas pieles de las mujeres que atenazaba. Con sus garras forjadas en hierro de los Altos Hornos acariciaba, amarraba, atrapaba, y estrujaba a sus damas. Eran sus besos la apoteosis de lo rústico, carreteras secundarias embarradas de sudor y pasión, orgullo sin prejuicio, éxtasis y alucinación.
Pero Charlton «Johnny» Heston volvió a tomar su fusil y disparó en la mismísima sien de los estudios Universal para que financiasen la apasionante experiencia del barbilampiño poeta del cine maldito Orson Welles titulada «Sed de mal», donde él daría vida a Mike Vargas, un polícía mexicano de escaso atractivo. Y con ese toque de maldad, Heston se enfrentó a los productores de «Major Dundee», quienes pretendían interferir en la dirección de Sam Peckinpah.
Ojo por ojo, Heston trabajaba en la convicción de que la relación entre un actor y su director «debe ser como la de dos amantes», ora melodramática -«Pasión bajo la niebla», «Ruby Gentry»-, ora aventurera -«El triunfo de Bufalo Bill», «El secreto de los incas»-. Hasta que B. DeMille reparó en un perfil que parecía tomado del molde con el que Miguel Ángel esculpió «Moisés», y le encomendó a Heston las tablas de la ley. Con «Los diez mandamientos» extasió a crítica y público, y comenzó a forjar su leyenda épica. Salvó a la Metro de la ruina con «Ben-Hur», y con los «peplum» procuró el milagro de los peces y los panes: cada película multiplicaba su caché. Interpretó a Miguel Ángel, al Cid Campeador, y penetró en la ciencia-ficción desde «El planeta de los simios», hasta la caída del imperio de la épica, al que relevó el cine -sin pena ni gloria- de catástrofes aeroportuarias. Ya en la edad madura le respetaron algún papel en series televisivas como «Dinastía», «Los Colby» o «El Camino de Santiago», en España.
Lloviendo balas de rifle
«Sólo (me la quitarán) de mi mano fría y muerta», amenazó Heston elevando su arma, y su alma, en una reunión de la Asociación Nacional del Rifle, de la que era firme mecenas. Fue su última manifestación pública a favor del «derecho otorgado por Dios a todo estadounidense de portar un arma». Compartía con Reagan amistad, y una visión conservadora, virando sin frenos a la derecha. Pensó en entrar en política, pero se le apareció Moisés: «Cuando uno vuelve al hotel, intenta separar las aguas en la bañera, y no se consigue, uno se siente muy humilde», reflexionaba.
Quienes harán leña de él por su afición a los rifles olvidarán seguramente que Heston participó en los años 60 de forma activa en el movimiento por los derechos civiles, y junto con Martin Luther King Jr. exigió la derogación de las leyes raciales y los mismos derechos para todos. Por ello recibió en 2003 la Medalla de la Libertad, la mayor condecoración civil de EE.UU. Lo olvidó el desmemoriado Moore, que convirtió a Heston en diana de su astracanada «Bowling for Columbine», donde le disparaba balas de plata. Una tumba al amanecer de Beverly Hills esculpirá su nombre, bordará su leyenda, y recordará su memoria: C. H, «el más valiente entre mil». Se ha caído el telón del mayor espectáculo del mundo. Pero como Díaz de Vivar, Charlton Heston, el undécimo mandamiento, seguirá ganando batallas después de muerto.
Antonio Astorga
www.abc.es
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