A nadie se le habrá escapado el caluroso recibimiento que el presidente Bush ha dispensado a Benedicto XVI, un recibimiento que contrasta con la esquinada y ridícula frialdad que en su día exhibió Zapatero, con ocasión de la visita del Papa a Valencia. Algunos, con la característica angostura de miras propia del Matrix progre, querrán explicar la efusividad del mandatario americano aduciendo razones de índole ideológica; pero lo cierto es que, si en lugar de Bush gobernara en los Estados Unidos Gore, o Clinton (Bill o Hillary), u Obama, o cualquier representante del partido demócrata, el recibimiento tributado a Benedicto XVI hubiese sido igualmente efusivo. Ni Bush ni Gore ni Clinton ni Obama profesan la religión católica, pero saben que Benedicto XVI es un hombre que habla de Dios; y entienden que un hombre que habla de Dios puede abrir el corazón de otros hombres a Dios, entienden que sólo a través de hombres que hablan de Dios puede el propio Dios acampar entre los hombres. Y, para cualquier mandatario americano, que Dios acampe entre los hombres es considerado algo benéfico para la salud social. Justamente lo contrario que ocurre con algunos mandatarios europeos.
Escribía Chesterton que los Estados Unidos de América eran una nación con el espíritu de una iglesia. Y ese espíritu es el que les ha permitido permanecer unidos, aunque las gentes que componen esa nación pertenezcan a razas diversas, aunque profesen religiones distintas, aunque postulen ideologías antípodas. Leemos en el salmista que cuando la casa no la construye Dios, en vano trabajan los albañiles; y la casa de los Estados Unidos fue erigida sobre esta firme convicción. Los americanos han tenido la suerte de nacer como nación con el problema de la separación entre Iglesia y Estado resuelto: lo que en Europa había costado siglos de fricciones constantes entre el poder civil y el eclesiástico, de guerras religiosas, de reformas y contrarreformas, de revoluciones sangrientas y demás episodios traumáticos, en los Estados Unidos se resolvió de forma pacífica y fundacional. Los Estados Unidos se constituyen a partir de la conciencia nítida de esa separación; tal vez por ello la división entre Iglesia y Estado no se ha confundido nunca, a diferencia de lo que ha ocurrido en Europa, con la división entre religión y política. Mientras en Europa se desarrollaba una cultura aciaga que excluía a Dios de la conciencia pública, bien negando abiertamente su existencia (como ocurrió en los totalitarismos de antaño), bien considerando que tal existencia es incierta e indemostrable y que, por lo tanto, pertenece al ámbito puramente subjetivo (como ocurre en los totalitarismos de hogaño), en Estados Unidos se ha entendido que no se puede fundar una auténtica comunidad humana prescindiendo de Dios. Mientras en Europa la existencia de Dios se ha convertido paulatinamente en un asunto irrelevante para la vida pública, en Estados Unidos ha ocurrido justamente lo contrario. Mientras en Europa ningún político se atreve a invocar a Dios, por considerarse que esta invocación pudiera resultar ofensiva, en Estados Unidos las invocaciones públicas a Dios son constantes, pues se consideran expresión natural de la íntima unidad de la nación. Mientras en Europa se tolera a regañadientes la existencia de diversas culturas religiosas, siempre a condición de que se sometan a los criterios establecidos por la cultura laicista, en los Estados Unidos la existencia de esas diversas culturas religiosas se potencia como expresión enriquecedora de la idiosincrasia nacional. Y, en fin, mientras en Europa el hombre actúa como si Dios no existiera, en Estados Unidos se trata de vivir como si Dios existiera, siguiendo el consejo de Pascal.
Así, en Europa se ha impuesto una mentalidad que aspira a ver a Dios expulsado de la vida pública y relegado al ámbito de las culturas residuales y pretéritas. Naturalmente, esta emancipación radical de la política respecto a la religión, que nada tiene que ver con la sana separación entre Iglesia y Estado, está agostando a las sociedades europeas, como ocurre siempre que se cercenan las raíces de un árbol. Y las seguirá agostando hasta el fenecimiento mientras se pretenda construir la comunidad humana presciendiendo de Dios.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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