¿Por qué los guardianes nazis de los guetos y los campos de exterminio disparaban sobre niños indefensos? ¿Por qué los soldados japoneses se cebaron con la población civil de un país derrotado y humillado como China? ¿Qué pensaban los pilotos británicos cuando arrojaban la carga mortal de sus bombarderos sobre los desesperados habitantes de una Dresde devastada?
La Segunda Guerra Mundial fue algo más que una serie de grandes operaciones militares planificadas al milímetro, algo más que los sonoros discursos de Churchill, las encendidas arengas de Hitler, las conferencias aliadas con el padrecito Stalin como maestro de ceremonias. Los ejércitos no fueron los únicos protagonistas de ese conflicto absoluto y espantoso: de los (por lo menos) 60 millones de personas que perdieron la vida, cerca de 40 eran civiles (la mayoría de éstos cayeron en el Frente del Este y durante la feroz campaña japonesa en China).
La Segunda Guerra Mundial fue algo más que una serie de grandes operaciones militares planificadas al milímetro, algo más que los sonoros discursos de Churchill, las encendidas arengas de Hitler, las conferencias aliadas con el padrecito Stalin como maestro de ceremonias. Los ejércitos no fueron los únicos protagonistas de ese conflicto absoluto y espantoso: de los (por lo menos) 60 millones de personas que perdieron la vida, cerca de 40 eran civiles (la mayoría de éstos cayeron en el Frente del Este y durante la feroz campaña japonesa en China).
Explicar el porqué de un fenómeno tan anormal, único en la historia, ha sido durante mucho tiempo la principal ocupación de Laurence Rees, un director de documentales obsesionado, en el mejor sentido de la palabra, con él. A juicio de Rees, para entender algunas de las atrocidades que se perpetraron entonces no hay que recurrir a los libros de historia, sino a los supervivientes. Por eso se ha dedicado durante años a entrevistar a una infinidad de ellos. Lo ha hecho, además, sin presupuestos de partida, sin pretender erigirse en juez y parte; centrándose en la búsqueda de los hechos históricos, que ha ido construyendo sobre las pequeñas historias, por lo general espeluznantes, de que ha sido depositario.
A la vista de los cinco libros que ha publicado sobre el tema, el método le ha proporcionado excelentes resultados. De sus investigaciones sobre Auschwitz, que quedaron plasmadas en un soberbio documental para la BBC, sobre la campaña alemana en Rusia y sobre el terror japonés en Extremo Oriente ha salido el último de sus trabajos: Los verdugos y las víctimas, un destilado de historias personales realmente sobrecogedor.
Rees ha trazado el mapa de siete escenarios bélicos: los genocidios, la resistencia, el exterminio del subhumano, los prisioneros, los soldados de la fe, los servidores del régimen y los suicidios colectivos. En cada uno de ellos, la guerra por excelencia va tomando una forma muy distinta a la que recogen los manuales de historia convencionales. Desde Oskar Gröning, pacífico contable alemán en Auschwitz que contemplaba impasible cómo sus colegas de las SS desnucaban a culatazos a los niños judíos que llegaban en tren a Birkenau, hasta Masayo Enomoto, soldado japonés que violó, asesinó y se comió a una joven china porque tenía hambre y por la convicción íntima de que él era un ser superior, todas las historias constituyen un pequeño tesoro de la memoria viva. Un billete de ida al horror y de vuelta a la esperanza; porque la maldad va siempre escoltada de un cortejo de coraje, valentía y heroísmo.
Ahí es donde convergen historias como la de Alois Pfaller, un joven bávaro que plantó cara al nazismo en la misma boca del lobo, o la de Toivi Blatt, un judío polaco que consiguió escapar del matadero de Sobibor. La historia de Toivi es quizá la que mejor condensa esa dualidad verdugo-víctima que anida en el alma de cada ser humano. Ante la pregunta de cuáles eran las enseñanzas que había sacado de su desgarradora experiencia, el prófugo, ya convertido en venerable anciano, responde:
Yo sólo se una cosa: que nadie conoce a su prójimo. Encuentras a una persona muy simpática en la calle, le preguntas por una dirección concreta y te acompaña media manzana para indicártelo. Esa misma persona, en una situación diferente, podría ser un sádico de la peor especie. Nadie conoce a nadie. Cualquiera puede ser bueno o malo según la situación. A veces, cuando estoy con alguien que se comporta con mucha amabilidad, me pregunto: ¿cómo habría sido este sujeto en Sobibor?
En un mundo tan siniestro como el de la guerra mundial, donde los principios morales más elementales se difuminaban hasta disolverse en la nada, la cuestión de la culpabilidad se torna espinosa. ¿Quién asesinó a más gente, un funcionario de las SS que movía papeles en Berlín o el piloto del Enola Gay? ¿Por qué las unidades de la Wehrmacht liquidaban como ratas a los soviéticos que se rendían? ¿Era culpa suya, o del Estado que les ordenaba hacerlo porque, a fin de cuentas, aquellos eslavos eran infrahombres cuyo único destino era criar malvas?
El hecho es que Rees, buscando respuestas, se ha encontrado con muchas más preguntas. Preguntas que salen despedidas de las páginas de Víctimas y verdugos y quedan flotando en la conciencia del lector. La gloria de Normandía, de Gualdalcanal o de El Alamein se desvanece ante la inapelable vivencia individual. Y es que la guerra, aunque la provoquen los Estados ávidos de poder o empujados a defenderse, la hace gente normal, como usted o como yo. Personas que caen, casi siempre accidentalmente, en un lado o en otro; en el de las víctimas o en el de los verdugos.
Fernando Díaz Villanueva
Laurence Rees: Los verdugos y las víctimas. Crítica (Barcelona), 2008, 286 páginas.
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