Hay ciertas cosas que no se pueden tolerar más a la progresía. Y el insulto permanente a quienes exigen libertad es la principal. Se hacen las damiselas ofendidas cada vez que alguien se burla o critica aceradamente a cualquier persona de izquierdas, pero permiten y alientan con su silencio que los suyos repitan un insulto década tras década, insulto dedicado a quienes no tienen otro pecado en su haber que el de oponerse tenaz y ferozmente desde hace décadas a una cruel tiranía.
Y es que parece que haya que darles las gracias a las buenas gentes de progreso por habernos hecho el favor de no mostrarse descaradamente a favor de la criminal dictadura de los Castro o incluso, en algunos casos, de oponerse tímidamente a ella. Resulta inaceptable hablar bien de Pinochet, pero siempre se perdonará que se alabe a Castro y se llame gusanera a un exilio que, por lo que se ve, carece de la legitimidad de quienes salieron de España en el 39. Será que unos robaron para irse dejando a sus seguidores sin nada que llevarse a la boca y otros se fueron cuando se lo quitaron todo. Será que los cubanos defienden la democracia mientras aquellos españoles defendían un régimen de esos que tanto les gustan a Víctor Manuel y Ana Belén, siempre tan dispuestos a apoyar la ideología que asesinó a cien millones de personas en el siglo XX.
A muchos nos duele Cuba más que ningún otro país, porque lo sentimos más cerca. Hace poco más de un siglo que dejó de formar parte de España y no olvidamos que muchos de nuestros antepasados fueron allí a ganarse el pan que su tierra les negaba. Escribía Adam Smith que un ser humano, "si mañana fuera a perder su dedo meñique no podría dormir por la noche pero, siempre que nunca los haya visto, roncaría con la más profunda seguridad sobre la ruina de cien millones de sus hermanos". Y tiene razón. Por eso cuando se estrella un avión siempre intentamos averiguar si había algún español entre los pasajeros. Los nuestros siempre nos importarán más, y para muchos, los cubanos son más nuestros que los naturales de ningún otro país.
Está por ver si el concierto de Juanes que se celebrará nada más y nada menos que en la Plaza de la Revolución, el escenario preferido por el castrismo para sus manifestaciones obligatorias, será bueno o malo para las libertades en la isla de las mil cárceles. Lo tiene en sus manos el cantante colombiano; si entra de Cuba como salió, sin haber dicho nada contra el monstruoso régimen que lleva hundiendo a sus súbditos desde hace ya cincuenta años, sabremos que fue a callarse y apoyar con su presencia a los Castro. Si algo dice, si usa su libertad de expresión para decir lo que no dejan decir a los cubanos, habrá merecido la pena. Nada sabemos sobre lo que Juanes hará o dejará de hacer, aunque su historial no nos haga ser optimistas. Criticarlo será acertado o no, ya lo veremos; pero lo que está claro es que no es nada más.
De hecho, en toda esta historia, no hay más gusano que Castro ni más gusanera que quienes lo apoyan e insultan a sus críticos. Del cantautor que ha pasado de glosar una dictadura de derechas a postrarse ante una de izquierdas poco más se puede decir. Si no estuviéramos de vuelta de su capacidad para arrastrarse por el lodo en defensa del crimen de estado, sorprendería su preocupación porque a los cubanos les pueda faltar Juanes mientras mira hacia otro lado cuando nada tienen que llevarse a la boca. Pero si algo he llegado a aprender estos años es que ser de izquierdas significa tener una compasión infinita por la humanidad en abstracto y un absoluto desprecio por los seres humanos de carne y hueso.
Daniel Rodríguez Herrera, subdirector de Libertad Digital, editor de Liberalismo.org y Red Liberal y vicepresidente del Instituto Juan de Mariana.
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