En cierta ocasión comenté con Fernando Savater la errónea complicidad que la izquierda española mantuvo con ETA durante la dictadura; él lo atribuía a la necesidad psicológica de un “vengador justiciero”, pero creía que durante la democracia había existido margen suficiente para arrepentirse y hacer la autocrítica. Sin embargo, ahora que la triste efemérides del cincuentenario etarra obliga a ciertas revisiones históricas, convendría profundizar un poco más allá, y recordar que no fue hasta bien entrados los ochenta, casi hasta los noventa, cuando la sociedad española se movilizó de verdad contra los crímenes terroristas, a los que consideró al fin una amenaza contra la libertad. Y eso coincidió con la propia estrategia etarra de “socializar el sufrimiento” extendiendo los atentados a políticos de toda clase --incluidos de forma significativa los socialistas--, periodistas, intelectuales y disidentes de su tiranía violenta; antes, mientras las víctimas fueron fuerzas del orden y del Ejército, la ciudadanía española guardó una pavorosa indiferencia que no puede ser soslayada.
Lo recuerda Javier Cercas en su reciente libro sobre el golpe del 23-F, “Anatomía de un instante”; esa indiferencia fue sustancial en la creación de un clima golpista en unas fuerzas que sufrían hasta cien bajas al año. La reciente publicación memorial de la lista de víctimas en estos 50 años ofrece una escalofriante acumulación en los primeros años de la democracia, del 77 al 81-82: un ritmo de casi un asesinato cada tres días. Todavía en los primeros tiempos de González hubo frecuentes escenas de tensión en funerales de altos mandos militares. Hay que decirlo con claridad: los españoles tardamos demasiado en sentirnos concernidos por la amenaza, cuya repulsa colectiva es relativamente reciente. Y tenemos que asumir con honradez la culpa de ese retraso debido a nuestra cobardía moral.
Es un hecho objetivo que el asesinato de Carrero aceleró la transición democrática al cercenar la posibilidad de un franquismo sin Franco. Pero ese atentado causó un grave daño a la cohesión de la libertad al contribuir a una cierta mitificación del terrorismo que ha estado en la base de ciertas actitudes comprensivas o exculpatorias, y retrasó la conciencia de rechazo de ETA en buena parte de la izquierda política, que durante demasiado tiempo tuvo asociada a la banda a un cierto heroísmo de resistencia. Pariente de esa comprensión sigue siendo la tendencia a aceptar la necesidad de un diálogo o acuerdo con los terroristas para darle una salida “al conflicto”. Una actitud que no es privativa de los nacionalistas, y que cobró fuerza durante la etapa negociadora emprendida por Zapatero –un típico hijo del esquematismo progresista de los 80—en su primer mandato.
El lúcido Jon Juaristi ha proclamado muchas veces su arrepentimiento de los célebres versos con que trataba de exculpar el delirio que cegó a la izquierda nacionalista vasca: “?Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes / y por qué hemos matado tan estúpidamente? / Nuestros padres mintieron: eso es todo”. En efecto, el rencor paterno freudiano no basta para explicar ni la complicidad inicial ni la pasividad posterior. Ha habido demasiada connivencia con un imaginario de guerrilla resistente, al que todavía se aferran los medios anglosajones cuando llaman a los terroristas “activistas del separatismo vasco” o expresiones similares. Ahora nos irrita, pero en un tiempo no demasiado lejano fueron muchos medios españoles los que dieron carta de naturaleza a esa respetabilidad política del terror en la opinión pública.
De alguna forma, Si Zapatero no hubiese roto el consenso resistente del movimiento Basta Ya y del Espíritu de Ermua, el asunto no significaría ya más que un episodio histórico incongruente. Pero la negociación zapaterista abrió de nuevo una brecha en la cohesión ciudadana, y esa brecha está viva en el momento presente, y patente en la desconfianza con que muchos españoles miran la actual política de firmeza represora del Gobierno. No basta con culpar al nacionalismo de haber recogido las nueces del árbol que cimbreaba ETA. Hay que entonar una palinodia colectiva más amplia, y con propósito de la enmienda. Un verdadero “Nunca más” democrático que no ofrezca un solo resquicio de convicción frente al desafío vesánico de la sangre.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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