quarta-feira, 19 de agosto de 2009

Los desaparecidos

A principios de este año, en Buenos Aires, estuve a punto de escribir un artículo sobre este asunto. Estaba harto de la obviedad de que los desaparecidos no fueron 30.000, de saber que ésa es una cifra política y de que la real se puede estimar con considerable aproximación. Pero sabía que si yo lo decía, lo escribía, lo gritaba, nadie me iba a hacer caso o, lo que es peor, se iban a tomar medidas contra mi persona por semejante atrevimiento.

Ahora, finalmente, una madre, de las históricas, de la Plaza de Mayo, con una interesante –y poco clara– historia política a sus espaldas, publica un libro y lo dice. Ella tiene la autoridad de la que yo carezco porque a mí sólo me desaparecieron gente querida, con la que no tenía más lazos que los de un afecto que, muchas veces, son más poderosos que los de sangre, y fueron a buscarme a mí exactamente una semana después de establecerme en España. En esta época en que ser víctima es un mérito, no posee uno las credenciales necesarias para tratar determinados temas. Como si de Auschwitz sólo pudieran hablar los que estuvieron allí: ¡ya quisieran los negacionistas que no hubiese historiadores capaces de repetir el relato todas las veces que haga falta!

Graciela Fernández Meijide perdió un hijo a manos de las fuerzas conjuntas –expresión en la que cabe desde el ejército hasta cualquier grupúsculo de torturadores amateurs que trabajaran cobrando de la caja B o mediante la retención de botín. Después hizo política. Fue decisiva, precisamente por su condición de madre de desaparecido, de activista de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y de miembro de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en el triunfo electoral de la Alianza que llevó al gobierno –que no al poder– a Fernando de la Rúa. Éste la designó ministro de Desarrollo Social, al que pertenecía el PAMI, el instituto de obra social para jubilados y pensionados, a cuyo frente cometió el error de designar a un cuñado: naturalmente, le llovieron acusaciones de corrupción y terminó apartándose del equipo presidencial.

Ahora, la ex senadora, ex ministra, ex casi todo, publica un libro y dice que no hay 30.000 desaparecidos, sino 9.334, después de la última corrección (la cifra previa era de 8.961, es decir, 373 menos). Entre 1984 y 2006, fechas a las que corresponden esas cifras, se añadieron denuncias que no se habían hecho en su momento, cuando la CONADEP produjo su célebre informe, conocido como "informe Sabato". El que en veintidós años la suma agregada sea de alrededor de 400 personas altera muy poco la realidad de que no hubo 30.000.

¿Por qué una parte de la sociedad argentina, y con ella el Gobierno neoperonista y neomontonero, es tan reacia a aceptar ese hecho?

Porque el hecho no viene solo. Viene con otra cifra y otro concepto. No cambia moralmente nada el que el número sea menor, pero cambia la relación con las bajas del ejército, la marina y la aeronáutica, que fueron en el mismo período alrededor de 1.800, en combate y por atentado. Y, a partir de allí, cobra cierta validez la idea de que lo que tuvo lugar entre 1973 y 1983 en la Argentina fue una guerra.

No hay un solo militante de la izquierda montonera, que hoy gobierna o finge hacerlo, que acepte eso. Decir que hubo una guerra equivale a dar sostén a la "teoría de los dos demonios" –así se la llama–, que es la doctrina oficial de la dictadura: guerra antisubversiva. Lo que ellos dicen es que hubo simple, puro y llano terrorismo de Estado frente a los miembros de las organizaciones armadas y otras, también revolucionarias, que habían elegido métodos menos contundentes.

Pero al principio de aquel infierno, yo formaba parte de una de las organizaciones armadas, concretamente el Ejército Revolucionario del Pueblo, en la fracción 22 de agosto (fecha que evocaba el asesinato de un grupo de militantes en la cárcel de la localidad de Trelew), trotskista. Y me consta que el ERP 22 le declaró la guerra, formalmente, al ejército argentino –en algún sitio, entre mis papeles, he conservado un panfleto que invita a sumarse al combate–, en la línea guevarista de crear todos los vietnames posibles. Y exactamente lo mismo hicieron los montoneros, incalculablemente más numerosos y mejor organizados. Éste es un hecho fundacional, innegable, objetivo. En modo alguno una teoría de la dictadura.

Por eso, medio mundo se ha puesto nervioso, y hasta el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde –homónimo del que fuese presidente circunstancial después de la caída de De la Rúa, pero sin siquiera vínculo familiar–, ha escrito a Fernández Meijide diciéndole con preocupación que sus declaraciones han producido "regocijo" entre los asesinos: "El único registro fehaciente de la cantidad de víctimas asesinadas, su identidad y destino final sólo está en poder de los asesinos. De aquellos que mientras pregonan que su accionar fue 'justo y en defensa de la patria' ocultan todo dato, sabiendo que su proceder fue abiertamente criminal", dice Duhalde en su carta.

Se trata de una falacia evidente, porque cada familia sabe perfectamente cuántos de sus miembros faltan, y las familias que han desaparecido en su totalidad son muy escasas: siempre queda alguien que recuerda, y es muy raro el que no haya denunciado cuando, durante el Gobierno de Raúl Alfonsín y en el proceso a las juntas militares, se invitó a todo el mundo a hacerlo.

A esto se ha añadido una propuesta por parte de Fernández Meijide, cuyo objetivo, tal como ha sido trasladada por la prensa, es cuando menos confuso: la idea es cambiar con los procesados por crímenes contra la humanidad –un grupo muy reducido y de mucha edad– información por reducciones de pena. ¿Qué información? A juzgar por la carta de Duhalde, la cantidad, la identidad y el destino final de los desaparecidos. De eso, lo único que cuenta es el destino final, porque de los desaparecidos se sabe la cantidad –aunque se localizara alguno más, no pasarían de, sirviéndonos del ejemplo del que se dispone, cuatrocientos en veintidós años, si es que dentro de ese lapso queda alguien vivo para contarlo– y la identidad. Y del destino final, poderosos intereses políticos, que han fragmentado el movimiento por los derechos humanos, se niegan a averiguarlo. Paso a explicar esta última aseveración.

En los primeros tiempos de su gobierno, Alfonsín reunió a las Madres de Plaza de Mayo en la Casa Rosada y le explicó que se había descubierto un enterramiento de desconocidos y que se iba a proceder a la identificación de los cuerpos por todos los medios, empezando por el ADN. Un sector de las madres estuvo de acuerdo en llevar adelante esa política y hacer aflorar todos los cementerios clandestinos de la dictadura, identificando a los inhumados. Ese sector es el hoy denominado Madres-Linea Fundadora. Otro sector, el que conserva el nombre genérico de Madres y que dirige Hebe de Bonafini, se opuso, repitiendo ante el presidente el eslogan "vivos se los llevaron, vivos los queremos". Sabía la benladenista y proetarra Bonafini que no había nadie vivo, pero el que los cadáveres permanecieran en la bruma y el anonimato les otorgaba a ella y a su grupo un enorme poder político: esta mujer tiene entrada libre y sin cita previa en la Casa de Gobierno, y forma, junto con los piqueteros nazis y los sindicalistas leales, el frente de agitación del kirchnerismo, cuyos beneficios se extienden también al señor Duhalde.

Lo sepan ellos o no, lo que ha hecho Fernández Meijide es dar entrada en la historia, en el pasado, lo que hasta aquí se consideraba presente, y que se maneja en la propaganda como presente. Ya toca asumir la dictadura como lo que es: un suceso de otra época, que se mantiene en coma, en estado vegetativo, en una sobrevida artificial, desde hace mucho. Que se juzgue a todos los que sea posible juzgar por crímenes contra la humanidad, a Astiz como a Demianjuk. Y que se acepte que esos crímenes contra la humanidad, como el secuestro y el tráfico de niños, o la apropiación de neonatos en los campos de concentración y tortura, son responsabilidad de quienes actuaron como terroristas desde el Estado en el curso de una guerra: lo único que los ex guerrilleros, que cometieron atentados y tomaron cuarteles dejando víctimas, pueden reivindicar en términos de superioridad moral es el no haber perpetrado crímenes de esa clase. Que no es poco, pero no es suficiente para cambiar la realidad.

Horacio Vázquez-Rial

vazquezrial@gmail.com

www.vazquezrial.com

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