La historia es como el río de Heráclito el griego: uno no puede bañarse dos veces en las mismas aguas. A pesar de que podemos encontrar el mismo repertorio de conflictos, soluciones, zancadillas y batacazos, a pesar de que los seres humanos son iguales en el mundo entero y los mueven iguales pasiones e intereses, tan efímeros como semejantes en todas las épocas, entre el mundo de Julio César y Napoleón, Robespierre y Lenin, Pericles y Churchill, hay una diferencia real.
No. La historia no es cíclica. Sin embargo, muchas veces parece que retorna siempre. Ese es el caso de las dictaduras, que cambian tan poco, siguen siendo tan ellas mismas, que sea cual sea la máscara que adopten, dan la impresión de que sólo tienen una misma cara desde el principio de los tiempos, repetida al infinito sin perder su terrible sencillez. Los hechos de violencia y de muerte ocurridos en Teherán, que han creado una ola de comentarios y despertado un clima de ansiedad explicable, son un buen ejemplo.
Porque lo que ocurre hoy en Irán es triste, pero no sorprendente. No es la primera vez que un gobierno autoritario aplasta sin contemplaciones las protestas de una parte de la población ansiosa de cambios. Tampoco es la primera vez que un gobierno autoritario presenta una explosiva manifestación de descontento interno como un complot tramado en el exterior, y acusa a los revoltosos de estar manipulados desde el extranjero.
La historia está llena de dictadores, déspotas y tiranuelos que se gratifican a sí mismos con un enemigo concreto, visible y fusilable para mantenerse seguros en el poder, un enemigo en que concentrar todos los males y desgracias de la gente. La historia también nos muestra que no hay nada como encontrar un demonio exterior cuando la indigesta mentira sobre la que se sostiene el tinglado de una tiranía empieza a resquebrajarse. Dígalo sino Nerón en mitad de las ruinas calcinadas de Roma. Todas sus medidas caían en el vacío porque no conseguía disminuir la sospecha de que el incendio de la capital del imperio había sido provocado por él, porque reinaba la impresión de que pensaba conseguir la gloria fundando una ciudad nueva, a la que llamaría con su nombre, porque corría el rumor de que en el mismo momento en que Roma se consumía en llamas él había cantado en su palacio la caída de Troya, comparando los males presentes con la catástrofe del pasado. Todas las disposiciones imperiales para eliminar el descontento eran en vano. Todas... menos una, que consistió en inventarse unos culpables, los inocentes cristianos, según Tácito, «seguidores de una funesta superstición originada en Judea».
Desde la época de los césares, es cosa sabida que la retórica del demonio exterior es una espada de un solo filo: un arma que sirve a la perfección a esos opresores que se presentan siempre como personas desinteresadas y decentes empeñadas en el bienestar del país y de sus habitantes. Franco, por ejemplo, nos asfixió en la atmósfera de la conspiración comunista-masónica hasta su último aliento. Recordemos los baños de masas en la plaza de Oriente. «He aquí mis poderes», solía decir en los momentos de mayor aislamiento internacional, «la unión más estrecha con mi pueblo». Recordemos el famoso contubernio de Múnich, del que el pasado junio se cumplieron 47 años. A aquel resurgimiento de la oposición que reunió a monárquicos, católicos y falangistas arrepentidos con socialistas, nacionalistas vascos y catalanes para proclamar la vocación europea de la España democrática y poner las bases de una evolución política no violenta hacia la libertad, Franco contestó replegándose en la retórica de la guerra civil, la del enemigo masón y de los agitadores extranjeros. Así, tras acusar a Europa de que sólo quería ver el fracaso de España y denunciar a la prensa europea como lacaya del comunismo mundial, el dictador atacó a cuantos habían asistido al congreso de Múnich tachándolos de «desdichados que se conjuran con los rojos para llevar a las asambleas extranjeras sus miserables querellas».
La apelación al demonio exterior siempre esconde algo, ocultando la verdad para dar plena expansión a la mentira y un lugar de privilegio al más agresivo de los maniqueísmos. Hoy, como en su momento el franquista, el gobierno teocrático de Teherán mira al pasado para dar viso de verosimilitud a la conspiración imperialista de Estados Unidos y Gran Bretaña. Y el pasado, es cierto, nos ofrece la imagen de un país zarandeado por potencias extranjeras.
Nadie que conozca la historia del Golfo pérsico puede ignorar que la nación de los ayatolás ha sido siempre el objetivo de invasores extranjeros, víctima de una geografía que la colocaba en medio de algunas de las rutas más importantes del mundo y encima de un océano de petróleo. Durante el siglo XIX, el camino a la India situó a Irán en el punto de mira de Gran Bretaña, que se condujo en la zona como una potencia imperial. Durante la segunda mitad del XX, la guerra fría atrajo a los estadounidenses. En Irán, casi todo el mundo sabe que la CIA estuvo detrás de la caída del líder reformista Mossadegh y de la liquidación del sistema democrático en 1953; y nadie ignora que el Gobierno de Estados Unidos, en estrecha colaboración con el británico, montó el escenario para la larga dictadura del sha Muhammad Reza.
Pero el Irán de hoy tiene poco que ver con el Irán postrado e intervenido del enterrado siglo XX. La realidad es muy diferente, aunque igualmente siniestra. Ni pieza de caza británica, ni farsa modernizadora bajo protección del gran Satán estadounidense. Hoy, Irán está sumido en la noche de la teocracia islamista, custodiado por clérigos fundamentalistas que se arrogan la condición de intérpretes de la voluntad divina y niegan el cambio de mentalidades que se ha producido en la sociedad iraní, un cambio similar al que registró la española en los años sesenta del siglo pasado. Dictadura, esa es la palabra, pues, gracias a las nuevas tecnologías, todos hemos podido ver cómo las milicias armadas daban caza a los manifestantes.
«El orden reina en Varsovia». Tales palabras fueron pronunciadas por un mariscal de Francia, al informar a su rey sobre las condiciones existentes en la capital polaca después del sanguinario aplastamiento de la insurrección de 1830 por obra de las tropas rusas. La misma hipócrita sentencia empezamos a escuchar ya con respecto a Irán, después de que se ha detenido a centenares de activistas, a ciudadanos corrientes, a periodistas o defensores de los derechos humanos, y se han buscado supuestas confesiones de agentes extranjeros para avalar la tesis oficialista del complot occidental.
El orden reina en Irán... pero un orden donde el déspota se viste de víctima, donde resuenan los gritos del silencio, donde puede escucharse la desesperanza de quienes arriesgaron sus vidas en las protestas, y si se agudiza el oído, quizá también esa oración que la niña de Persépolis repetía en el Teherán de Jomeini: «Querido señor, ¿por qué no dejas el sol para la noche, cuando más lo necesitamos?».
Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
Director de la Fundación Dos de Mayo. Nación y Libertad
www.abc.es
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