Con un significativo porcentaje de escaños vacíos y ante la indiferencia diplomática de los países más importantes del mundo, Mahmud Ahmadineyad ha tomado formalmente posesión, para un segundo mandato, como presidente de Irán. La República Islámica ha completado el ceremonial para tratar de demostrar al mundo que sus fundamentos siguen incólumes, y Ahmadineyad se ha dirigido a los países occidentales con sus habituales diatribas amenazantes. Sin embargo, desde el triunfo de la revolución islámica en 1979 el régimen iraní no se había enfrentado a un problema tan grave para su estabilidad como el hecho de que una parte representativa de la población y de la comunidad internacional está poniendo en duda la legitimidad de sus máximos dirigentes. Los miles de ciudadanos que intentaban protestar en la calle en el momento que Ahmadineyad prestaba juramento son la expresión de un descontento profundo que marcará indudablemente el destino del régimen teocrático. Después de un periodo de dudas, el «líder supremo», el ayatolá Alí Jamenei, ha dado por bueno el resultado de las elecciones del 12 de junio y, en consecuencia, ha vinculado su propio destino al del régimen cuya esencia ha accedido a intentar preservar.
El estallido de esta oleada de descontento ha venido a complicar la estrategia diplomática de Barack Obama, que -como otros dirigentes que se tomaron el serio la propuesta de la Alianza de Civilizaciones- pensó que era posible llegar a un acuerdo con Ahmadineyad para evitar que el asunto del desarrollo de la tecnología nuclear desembocase en una crisis grave de dimensiones planetarias. Ahora ya sabe que no solo es altamente improbable llegar a ningún tipo de acuerdo con el iraní, sino que en caso de intentarlo debería ignorar a esa parte de la población iraní que se ha manifestado a favor de una mayor apertura en un régimen esclerotizado. Entre los que se manifiestan y aquellos que les apoyan existen dirigentes que no son menos anti occidentales que Ahmadineyad, pero eso no hace más sensato el darles la espalda a cambio de intentar un acuerdo con un presidente cuya legitimidad se basa, en última instancia, en la capacidad represora de los «guardianes de la revolución». Se puede esperar que las próximas etapas de las relaciones con Irán sean cada vez más tensas y que Occidente necesite de toda la firmeza y solidez de principios que sea posible para aguantar el envite.
Editorial ABC
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