También entraban en decadencia Polonia, Suecia y Holanda, en vivo contraste con el auge francés e inglés. Francia hubo de superar a mediados del XVII una nueva guerra civil ("de la Fronda"), pero, restablecida la paz interna, se expandió en todas direcciones, contra España, Holanda y el Imperio. Luis XIV, el Rey Sol sostuvo tres guerras internacionales de envergadura contra numerosos enemigos, de las que salió bastante bien librado, aunque la última, la de Sucesión española, le llevó a la bancarrota financiera. Aun así, el país se repuso con rapidez y seguía en primera línea europea al morir Luis XIV, en 1715, dos años después del tratado de Utrecht. Dejaba un país engrandecido, comienzos de un imperio americano en la cuenca del Misisipi (Luisiana), enclaves en India y África, y relaciones políticas y comerciales con países tan alejados como Siam. La vida intelectual y literaria de Francia (Corneille, Racine, Molière, Boileau, Descartes, Pascal...) la hacían el centro de Europa, y del francés una lengua franca cortesana hasta en Rusia. Las reformas económicas de Colbert, dirigistas desde el estado, triplicaron los ingresos estatales sin arruinar al país, y serían imitadas en Europa. Luis XIV doblegó también a los Austrias y en alguna medida satelizó a España.
La hegemonía francesa venía, más que de su abundancia de hombres y recursos, de las reformas acumuladas desde Richelieu. Durante siglos, la historia de Francia había venido marcada por la pugna entre la autoridad real y la de los oligarcas, que disponían de ejércitos privados y estaban dispuestos a aliarse con países extranjeros contra el rey, como harían hasta la Guerra de la Fronda. La realeza había obtenido victorias hasta hacerse casi absoluta, para volver una y otra vez a la situación previa. Pero Luis XIV obtuvo una victoria definitiva: supeditó efectivamente a los nobles, los alejó de sus posesiones y creó una nobleza cortesana en parte sufragada por el estado, y por ello dependiente. La centralización se extendió al terreno religioso por dos vías: por una parte se eliminó el potencial foco hugonote de disensión, incluso de guerra civil, revocando el Edicto de Nantes. Ahora se prohibía cualquier manifestación pública de protestantismo, los hijos de los hugonotes debían bautizarse por el rito católico, sus clérigos debían hacerse católicos, etc. Era prácticamente una ley de persecución y expulsión, pese a que se les prohibía salir de Francia: unos 200.000 hugonotes huyeron, lo que causó pérdidas económicas, si bien no muy graves. Por otra parte, la autoridad del Papado en Francia fue reducida a casi nada, agravando el galicanismo, siempre presente en la política francesa, aun sin llegar a crear una Iglesia nacional a la anglicana.
Cabe comparar estas reformas con las de los Reyes Católicos, que cimentaron el auge español. Las de España acabaron con el carácter banderizo de los nobles, hicieron indiscutible la autoridad regia, y lograron, por medios no disímiles de los de Luis XIV, la unidad religiosa y una considerable identificación del poder eclesiástico con el político. De ahí la fortaleza del estado y la casi ausencia de contiendas civiles (las revueltas comuneras, de las germanías o la guerra de Cataluña –más bien un conflicto con Francia–, tuvieron poca monta al lado de la sufridas por los países del entorno). Las reformas españolas fueron menos extremistas que las francesas, la economía menos dirigista, la autoridad del Papado más respetada, y la monarquía no pasó de autoritaria, lejos del absolutismo de Luis XIV, que serviría de modelo a otros países.
El símbolo del poder francés fue el colosal palacio barroco de Versalles, fuera de París, adonde se trasladó la corte, y en el cual el monarca se rodeó de un minuciosísimo protocolo y de una pompa con cierto matiz oriental. El diferente espíritu y época del apogeo francés y el español se revela bastante bien en el contraste con otro edificio de funciones similares: El Escorial, construido por Felipe II. El propio Felipe orientó a sus arquitectos: quería una construcción sencilla, severa, noble sin arrogancia y majestuosa sin ostentación. Versalles, tres veces más grande que el ya impresionante Escorial, resulta a un tiempo noble y arrogante, majestuoso y enormemente ostentoso, con una decoración que apenas deja espacios vacíos. El Escorial fue concebido como palacio, basílica, biblioteca, centro de estudios, monasterio, pinacoteca y panteón, con la iglesia como centro. Versalles es propiamente palacio y corte, y a esta función se supeditan estrictamente las demás. Las torres de El Escorial, armoniosamente conjuntadas, crean una impresión de elevación, mientras que sus muros exteriores recuerdan una fortaleza. Nada más lejos de Versalles, cuya armonía se basa en las proporciones de un edificio sin torres, que refleja suntuosidad y poder, frente a la sobriedad del edificio hispano. No menos significativo es el contraste del paisaje entre los feraces y verdes llanos franceses y las estribaciones de la sierra de Madrid, sugestivas de un modo muy distinto. El Escorial nunca fue imitado, Versalles sí, en bastantes países europeos.
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También Inglaterra experimentó un auge extraordinario. Pasada la dictadura de Cromwell, el rey Carlos II –se convertiría al catolicismo en su lecho de muerte– procuró la tolerancia hacia los "papistas", pero el Parlamento impuso la oficialidad anglicana, la exclusividad de sus liturgias y el cese de los funcionarios no anglicanos. Hubo nuevas persecuciones contra los católicos y tomaron forma en el Parlamento las tendencias whig y tory, la primera más transigente con los no anglicanos y más intransigente con los católicos. En otro orden de cosas, la pugna con Holanda causó graves pérdidas a Inglaterra, pero mejoró cuando Luis XIV subsidió al gobierno inglés para que siguiera peleando, prometiéndole parte del imperio holandés.
Sucedió a Carlos, en 1685, Jacobo II, a quien, por ser católico, depuso el Parlamento tres años después, en la llamada Revolución Gloriosa. Fue sustituido por su hija María y su esposo Guillermo III de Nassau, estatúder holandés. La revolución concedió mayor tolerancia a otras confesiones protestantes, no así a la romana, y fue subrayada por el sangriento aplastamiento de resistencias en Irlanda, donde más tierras pasaron a manos de ingleses, y por hechos como la matanza de Glencoe, en Escocia. Guillermo III finó en 1702, sucediéndole la reina Ana, bajo la cual Inglaterra tuvo un triunfo de gran envergadura en 1707 al unirse con Escocia en un reino, el de Gran Bretaña, con un solo parlamento, aunque los dos países conservaran leyes, moneda y religión distintas (anglicana y presbiteriana). Londres consiguió su objetivo con una mezcla de promesas de ventajas comerciales, de amenazas de cortar el comercio, y de sobornos; pero la unión demostraría ser efectiva y crearía un poder británico fuerte. No obstante persistió en Escocia una resistencia llamada jacobita, por mantener la legitimidad de Jacobo II.
Sería con a la Guerra de Sucesión española como Gran Bretaña iba a alcanzar una clara supremacía sobre los mares y la plenitud de su primer imperio, centrado en las colonias de América y con aspiraciones sobre las posesiones españolas.
Aspecto decisivo de este período fue una evolución constitucional opuesta al absolutismo y al dirigismo estatal francés, manifiesta en la Declaración de Derechos del Parlamento, impuesta a Guillermo III y a María, por la cual la monarquía quedaba limitada con nitidez: sin aprobación del Parlamento, el rey no podía promulgar leyes, impuestos, obtener su propio dinero personal o reclutar tropas en tiempos de paz; no podía presionar las elecciones ni rechazar las decisiones parlamentarias, y el Parlamento debía ser convocado con frecuencia. En conjunto, Inglaterra se acercó más que el resto de Europa a lo que hoy llamamos democracia, aunque permaneció como una sociedad aristocrática, cuyo trato a la gente común podía ser despiadado.
La tendencia se vería teorizada por el filósofo John Locke, a quien suele llamarse padre del liberalismo. Según él, la soberanía reside en el pueblo y se expresa en el Parlamento debiendo separarse los poderes legislativo y ejecutivo. El estado debe amparar el derecho del individuo a la vida, la propiedad, la libertad y la búsqueda de la felicidad, que expresan la ley natural instituida por Dios –concepción poco protestante–. El estado debe aplicar la ley con espíritu tolerante, teniendo en cuenta la diversidad de intereses y opiniones, aunque su tolerancia no abarcaba al catolicismo, para el que propugnaba un duro tratamiento. La vida social se cimenta en un contrato que permite al hombre salir del "estado de naturaleza", en el cual no existe protección de los derechos; y a ese estado se vuelve si el poder público incumple el contrato.
Hay similitudes y discrepancias entre estas teorías y las de la Escuela de Salamanca. Locke concreta un sistema práctico para conciliar el principio de la soberanía popular con la disparidad de intereses sociales y frenar la tendencia del poder a hacerse absoluto, repartiéndolo. Los pensadores españoles no habían encontrado un medio de evitar la tiranía, salvo matar al tirano, remedio en general poco práctico. Por su parte, el sistema de Locke no permite explicar la evolución histórica anterior, que quedaría como un dañino "estado de naturaleza", y debe recurrir al mito del contrato. Para los de Salamanca, no existe contrato ni estado de naturaleza, el hombre es por constitución sociable, vive necesariamente en sociedad, y las distintas formas de organización social y política son válidas siempre que no vulneren la ley natural y se conviertan en tiranía. En todo caso el pensamiento de Salamanca, tan prometedor, quedó paralizado en el primer cuarto del siglo XVII.
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Tiene interés asimismo la decadencia holandesa. El país vivió entre 1650 y 1672 como república no declarada, con intensa rivalidad entre la casa de Orange, a la que pertenecían los gobernadores o estatúderes, y los "regentes", potentados comerciantes. Esos años gobernó el país Johan de Witt, político y matemático distinguido. El choque comercial con Inglaterra, que aspiraba a desbancar a Holanda, motivaría tres guerras. El año 1672 , conocido como "el del desastre", el país sufrió derrotas ante Inglaterra y Francia juntas, y los Orange culparon a Witt, le organizaron una encerrona y un motín supuestamente popular, que linchó con la mayor crueldad a él y a su hermano Cornelis, en La Haya. Los cuerpos desnudos, mutilados y desventrados, quedaron expuestos públicamente, y durante más tiempo los corazones de ambos, a modo de trofeos. El crimen fue maquinado probablemente por Guillermo III, que sería rey de Inglaterra.
Witt había presidido un tiempo de esplendor. La riqueza de Holanda había atraído a gentes de la Europa más pobre, y el interés económico creó un clima de tolerancia; floreció el arte, en especial la pintura, con Rembrandt, Vermeer y muchos más, y la filosofía con Spinoza. Holanda había hecho cruciales innovaciones económicas como la Bolsa y la sociedad anónima (primacía disputada por Inglaterra), y Ámsterdam fue el mayor centro financiero de Europa. Su tecnología naval era la mejor, sus exploradores llegaron al norte de Canadá y al sur de Australia, y sus compañías comerciales, en cuyos ingresos entraba también la piratería, forjaron un imperio por África, América y el Índico, en gran parte a costa de Portugal. En él, los holandeses no se mezclaban con los nativos, a quienes trataban sobre la base del beneficio crematístico que reportaban.
Al subir Guillermo III al poder inglés, la hostilidad entre los dos países dio paso a una relativa alianza, que se vendría abajo en 1713, al cambiar los intereses británicos. Para entonces Holanda había perdido su poderío naval, la hegemonía esclavista, que heredó Gran Bretaña, y la primacía financiera, que pasó de Ámsterdam a Londres. En adelante hubo de limitarse a defender su independencia, amenazada por Francia, y su brillo cultural se fue apagando. Retuvo, no obstante, buena parte de su imperio.
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado
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