Hemos contemplado, durante varias semanas, el lamentable secuestro de unos marineros por unos piratas. En el siglo XXI creíamos que tales hechos delictivos pertenecían a un pasado oscuro, afortunadamente superado. El 16 de abril de 1856, en una Conferencia Internacional, celebrada en París, se acordó la abolición del otorgamiento de las denominadas «patentes de corso». Pero ahora tenemos los «aranceles de piratas». Unos cuantos criminales cobran importantes cantidades de dinero por liberar a sus rehenes. ¡Triste espectáculo en pleno siglo XXI!
Las patentes de corso eran unos documentos expedidos por los gobiernos que autorizaban a llevar a cabo toda clase de pillajes contra las naves contrarias. La piratería no posee una definición aceptada unánimemente. En el art. 9 de la Ley Penal y Disciplinaria de la Marina Mercante, de 1955 y derogada en 1992, se formula una definición que sirve como referencia interpretativa: «Constituyen piratería -leemos allí- los actos de depredación y violencia contra las personas realizados en el mar o desde él por individuos de la dotación de un buque que se han colocado fuera de la jurisdicción de todo Estado perteneciente a la comunidad internacional y lo emplean indistintamente contra súbditos de uno u otro país, sin tener comisión alguna legítima de guerra». El artículo siguiente, el número 10 del mismo texto legal, ampliaba la caracterización de piratas a «los individuos de la dotación de un buque y personas embarcadas en él que faciliten a los de otro el apoderamiento con violencia del primero o el despojo, daño o lesión de las personas que se hallaren a bordo y a los que desde el mar o desde tierra ocasionen, con señales falsas o por otros medios dolosos, el naufragio, varada o encallamiento de un buque con el propósito de atentar contra las personas o cosas que se hallaren a bordo».
En otros textos legales encontramos diferentes definiciones y condenas de la piratería. La Resolución 1838 (2008), de 7 de octubre, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en virtud del Capítulo VII de la Carta de San Francisco, exhorta a todos los Estados interesados en la seguridad de las actividades marítimas a que participen activamente en la lucha contra la piratería en alta mar frente a la costa de Somalia.
Y es que Somalia encaja en lo que entendemos por «Estado fallido» (Failing States). Por ello, en una Resolución anterior, la 1816 de 2 de junio de 2008, se decidió que «durante un período de seis meses a partir de la fecha de la resolución, los Estados deberían colaborar en la lucha contra la piratería y el robo a mano armada en el mar frente a la Costa de Somalia».
En definitiva, se intenta dar ropaje jurídico a la definición rotunda del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: Es pirata «el ladrón que anda robando por el mar», y debe entenderse por piratería «robo, presa o destrucción de los bienes de otro que hace el pirata».
Ante las conductas inequívocamente delictivas son timoratas, e insuficientes, las reacciones de la Comunidad Internacional. He aquí, a mi juicio, lo verdaderamente escandaloso: cuando unos piratas actúan, no responde, como debiera hacerlo, la llamada pomposamente «Comunidad Internacional». El Estado directamente afectado tiene que defenderse en solitario. ¿Dónde están las otras naciones que aseguran defender la libertad?
No debería sorprenderme este comportamiento de los dirigentes de muchas naciones después de mi experiencia de tres años en Ginebra. Allí, en los grandes organismos internacionales presencié, como Embajador de España, sucesos increíbles. Recuerdo, por ejemplo, el apoyo a Pinochet por la entonces República Federal de Alemania. Me causó sorpresa el voto favorable al dictador chileno del embajador alemán. Le comenté a la salida de la sesión: ¿Cómo es posible que ustedes, que han padecido a Hitler durante largo tiempo, voten ahora a favor de Pinochet? El representante de la República Federal me contestó: «Lleva usted razón, pero anoche recibí una orden indicándome que apoyase al presidente Pinochet porque se estaban ultimando unos contratos de venta de camiones nuestros a Chile».
O sea, que la libertad sindical en la República suramericana -que era el asunto en discusión- se supeditó al negocio de compraventa de camiones.
Ese panorama sombrío de las asambleas internacionales se completaba entonces, en 1980, con la permanente protección de la URSS y de sus serviles satélites a la dictadura implantada en Argentina. En este caso no eran camiones, sino sacos de trigo. No resultaba posible condenar a Videla y a los suyos.
Muchas veces nos quejamos, y con razón, del mal funcionamiento de nuestro Parlamento. Sin embargo, comparados el Congreso de los Diputados o el Senado con una cámara de representación multinacional, lo nuestro es admirable. Se entiende así que los piratas cobren sus aranceles y se burlen del mundo.
En algún informe se subraya la situación caótica que atraviesa Somalia. Ángel Rabasa relata lo siguiente: «El Este de África ha sido un santuario y una base para las operaciones terroristas islamistas desde principios de la década de 1990 y sigue siendo un área prioritaria en la estrategia mundial de Al-Qaeda. La proximidad geográfica y las afinidades sociales, culturales y religiosas entre África del Este y la península arábiga propician la infiltración de militantes e ideologías procedentes de Oriente Medio en esta zona de África. La situación de caos en Somalia ha brindado una serie de oportunidades».
Es cierto que el espectacular aumento de los ataques perpetrados con éxito por los piratas somalíes ha suscitado llamamientos para que se incremente la seguridad en el Golfo de Adén. Sin embargo, como apunta Laura Hammond, profesora de la «Escuela de Estudios Orientales y Africanos» de la Universidad de Londres, el problema no puede resolverse aplicando tan solo medidas de seguridad. Debe hacerse mayor hincapié en la formación de un gobierno legítimo en Somalia que pueda enfrentase al problema con eficacia.
Una combinación de causas como la ausencia de leyes internacionales claras acerca del control de la piratería, la renuencia de las empresas de la marina mercante a armarse y de los buques militares a intervenir cuando un barco ha sido capturado ha desembocado en una serie de denuncias sobre lo poco que se está haciendo. En realidad, el problema es más complejo que todo eso, y las soluciones de seguridad por sí solas no pueden detener la piratería en Somalia, concluye Laura Hammond; Somalia que ha estado en guerra durante casi dos décadas, carece de un Estado dispuesto a controlar la piratería y capacitado para hacerlo. Sólo cuando se cree tal Estado se podrá abordar el problema eficazmente.
Tal vez Somalia ofrezca particulares facilidades a los criminales, piratas y de otras clases. Hemos de dar, por todo ello, un grito de satisfacción, cantar el aleluya, ante la liberación de nuestros marineros. Pero la alegría que nos causa el fin del secuestro la manifestamos desde la desilusión en que nos hallamos: nuestra idea de una Comunidad de Naciones luchadoras por la libertad no se realiza. Acaso en el siglo XXII, o quizás nunca.
Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España
www.abc.es
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