Desde hace ya varios meses, la ciudad de Buenos Aires se ha visto asediada por toda suerte de manifestantes que impiden el libre tránsito de automovilistas y peatones. |
Sus motivaciones y declamaciones políticas son tan variadas como los días en que ocupan las calles, y cada grupo puede a su vez mudar de posición como de estado de ánimo; incluso pueden impedir la libre circulación pretextando una causa y cortar una arteria distinta, al día siguiente, por la causa exactamente opuesta. Algunos apoyan al gobierno, a Irán y a Chávez. Y otros a Chávez y a Irán pero no al gobierno. También los hay que protestan en nuestro suelo contra otros gobiernos, impidiendo el paso de sus compatriotas y visitantes por igual.
Casi todos se definen de izquierda. Y todos coinciden en amenazar a quienes pretendan cruzar la calle.
En la mayoría de esos grupos existen sujetos encargados de la seguridad: energúmenos que ocultan sus rostros con el clásico kefiah palestino y blanden varas de madera o barras hierro. Son los esbirros a cuyo cargo queda la tarea de moler a palos a cualquier transeúnte o automovilista que pretenda circular libremente por las calles de la ciudad.
Fuera de los sábados, los domingos y demás días feriados –pues se los toman, como todo el mundo, para descansar–, en la primera quincena de noviembre prácticamente no hubo un día en que los habitantes de Buenos Aires no se vieran amenazados en alguna arteria urbana por estos sujetos. A esta situación de por sí curiosa se le suma una curiosidad aún mayor: una reticencia generalizada a llamarlos por su nombre: patoteros, intolerantes, autoritarios y delincuentes.
Podría entenderse que, en un régimen dictatorial, los integrantes de una protesta callejera tomen la precaución de munirse de palos y ocultar sus rostros como un medio de inevitable auto-defensa. Pero no sólo es que los argentinos vivimos desde hace ya veinticinco años en democracia, sino que, muy por el contrario, desde la asunción de Néstor Kirchner, que continúa en el poder por medio de su esposa, la actual presidente, el gobierno ha tomado la determinación de no reprimir ninguna de las agresiones contra la libre circulación de los ciudadanos. De modo que los palos y los encapuchados no se explican por una posible represión, sino, muy por el contrario, como una amenaza a cualquier civil desarmado que pretenda ejercer su libertad de tránsito.
Que los palos no son el inocuo cuchillo de palo lo vimos hace un par de años, por televisión, cuando un hombre que llevaba a sus dos pequeños hijos en su coche equivocó el camino y quiso atravesar un piquete: le rompieron los vidrios y lo amenazaron con los palos, mientras los dos pequeños lloraban aterrados.
Vándalos encapuchados y armados con palos –y sobran las sospechas de que no sólo con palos, también con armas de fuego–, entonces, determinan hoy quién puede y quién no puede circular por la ciudad de Buenos Aires.
Esto me recuerda una fábula que algunos atribuyen a Samaniego, otros a Lafontaine y otros más a Esopo. Las ranas de un estanque, que nadaban libremente, pidieron a Júpiter un rey. Como el dios vio que no les hacía falta un monarca, lanzó un rayo contra un tronco y determinó que esa madera carbonizada fuera el soberano de las ranas. Entre el estrépito y la feroz figura en que quedó convertido el tronco, las ranas se lo tomaron a pecho. Pero a poco comenzaron a salticar alrededor, luego a subirse en él, y finalmente a faltarle al respeto.
Defraudadas por la pasividad de su rey, las ranas reclamaron a Júpiter que les enviara un verdadero soberano, que efectivamente ejerciera su autoridad. Júpiter, que dormía la siesta, airado por el croar de sumisión de las ranas, les envió una cigüeña carnicera, que comenzó a devorarlas a diestro y siniestro.
La moraleja, en cualquier versión de la fábula, es que quien vive libre no debe reclamar ser sometido. Pero estimo que en estos días en Buenos Aires la misma fábula puede encontrar otro sentido final.
Puede que no haga falta un tronco para estimular la anarquía, ni una cigüeña carnicera para implantar el terror. Es posible que las propias ranas se agrupen de tal modo que una minoría violenta ocupe el lugar del tronco... y al mismo tiempo el de la cigüeña carnicera.
Por una paradoja inexplicable, a quienes nos oponemos a los lúmpenes encapuchados y armados se nos tilda de autoritarios y reaccionarios. Desde el llano, ignoramos cuáles deberían ser las medidas del gobierno para terminar con este flagelo, pero sí queda muy claro lo que está haciendo: permitir que verdaderas bandas armadas repriman, por afuera del Estado, a los ciudadanos inocentes.
Los argentinos hemos vivido la parábola de las ranas que piden rey desde muy temprano del siglo XX. Durante el gobierno de Arturo Illia, cuando la libertad de expresión y circulación se garantizaba saludablemente, y se trabajaba desde la presidencia para incluir al peronismo proscripto, surgió una corriente de opinión que reclamaba un hombre "fuerte", "providencial"; al final acabó sucediendo el golpe de estado militar: asumió el dictador Juan Carlos Onganía, una de cuyas primeras medidas fue moler a palos a profesores y estudiantes universitarios, muchos de los cuales acabaron en el exilio, agravando así la fuga de cerebros. El libro del fallecido Félix Luna Argentina, de Perón a Lanusse es instructivamente gráfico al respecto, e ilumina escenas de la vida nacional que parecen calcadas a través de los años.
Hoy la autoridad parece haber recaído en los autoritarios que encapuchan sus rostros con extraños pañuelos, también dispuestos a moler a palos a estudiantes y profesores que intenten cruzar la calle para ir a enseñar o a estudiar.
Recorrimos un largo camino hasta llegar a los extrañados días de la asunción democrática del doctor Raúl Alfonsín, líder cuyo principal legado fue convencer a los argentinos de que, a partir de diciembre del 83, resolveríamos todos nuestros conflictos por medio de la política y el diálogo, y ya nunca más por medio de la violencia entre compatriotas. ¿Nos hundiremos de nuevo en las miasmas de la intolerancia, de los grupos armados que se pretenden dueños del país por su recurso a la fuerza bruta?
Las ranas no deben resignarse a ser gobernadas por un tronco ni sometidas por una cigüeña carnicera: deben seguir el camino más exitoso posterior a la Segunda Guerra Mundial: elegir sus representantes de manera orgánica, derivar únicamente en el Estado la aplicación de la fuerza en casos verdaderamente extremos y tratar entre ellas sin la coerción de las armas, respetando reglas iguales para todos.
Marcelo Birmajer
http://exteriores.libertaddigital.com
Nenhum comentário:
Postar um comentário