No lo podíamos creer: subidos en la gris muralla de hormigón, gentes de toda edad y condición agitando banderas y profiriendo gritos de libertad mientras al pie de la horrenda construcción aparecían las primeras piquetas del derribo y policías alemanes de uno y de otro lado contemplaban el espectáculo con gesto estólido en el que alternaban irritación, impotencia y complicidad. El Muro de Berlín, erigido por la República Democrática Alemana en 1961, se venía abajo el 9 de noviembre de 1989, hace ahora veinte años, sin disparar un solo tiro, en un ambiente festivo y reconciliador. El símbolo más visible y hosco de la Guerra Fría era en pocas horas pasto de una incontenible marea humana decidida a terminar con la monstruosa existencia. Los alemanes, y con ellos toda Europa, y con ella gran parte del mundo, volvían a recuperar el sentido unitario de un destino en paz, libertad y democracia.
No lo podíamos creer, tan acostumbrados como estábamos a contemplar como irreversible la división de Europa, y del mundo, en dos bloques enfrentados a muerte y frente a los cuales sólo cabía procurar que las diferencias no se tradujeran en episodios bélicos mediante la cuidadosa codificación de unas reglas de conducta basadas en el estricto respeto a la soberanía nacional. Es decir, Yalta, las áreas de influencia, la sumisión de los países de la Europa Oriental a la bota soviética. Pero eso es lo que había: o Yalta o la hecatombe nuclear. Y en 1975, cuando la URSS mostraba su aparentemente sólida arrogancia, la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, la benemérita CSCE, sólo podía atreverse a comenzar una tímida apertura hacia el respeto de los derechos humanos a cambio de ofrecer a Moscú la tan codiciada garantía del respeto a las fronteras establecidas tras la II Guerra Mundial. Una de ellas, la que separaba a las dos Alemanias y a los dos bloques, tenía una consistencia física de cemento armado. Era el vergonzoso Muro, elevado por el régimen comunista de la Alemania Oriental para evitar que todos sus habitantes huyeran del paraíso socialista y se establecieran en el Oeste. De hecho más de tres millones y medio de personas lo habían conseguido entre 1950 y 1961, cuando la barrera es construida y antes de que el Berlín occidental se convirtiera en una isla democrática aislada y asediada por las asechanzas del comunismo científico.
No podíamos creer que la República Democrática Alemana pudiera desaparecer sin que se la oyera exhalar un mínimo suspiro o expresar protesta o resistencia. Había sido la hija preferida de la URSS, la culminación del secular deseo ruso para disminuir mediante la división el permanente temor al poderío alemán, la manera de conseguir un estado tapón frente al Occidente, habilitado en tiempo de paz para desplegar ingentes cantidades de fuerzas y armamentos militares y en caso de guerra destinado a recibir los primeros impactos de la respuesta enemiga, mientras el territorio ruso quedaba bajo el lejano amparo de la distancia. No más Napoleón. No más Hitler. Y con tan onerosos encargos, la RDA se había comportado con filial sumisión a lo que Moscú ordenaba. Frente a los díscolos polacos, o húngaros, o checos, o rumanos, los alemanes orientales eran un prodigio de fiabilidad y obediencia, de ortodoxia marxista leninista, de dictadura del proletariado. Tanto que muchos creyeron haber encontrado la piedra filosofal del nuevo y buen alemán, capaz de encarnar las virtudes tradicionalmente asociadas a la imagen de su pueblo -laboriosidad, disciplina, rigor- sin los contratipos -militarismo, revanchismo, conquista-. Una mezcla ideal destinada a perpetuar en la historia europea y mundial un estado marxista alemán estrechamente asociado al imperio soviético. Y tanto se empeñaron en conseguirlo que llegamos a creérnoslo: al fin había aparecido una sociedad socialista en donde la mangancia no era la regla ni la ineficacia el patrón.
Claro es, había trampa. Y aunque su siniestra imagen hubiera llegado a ser un elemento más del paisaje de la postguerra, la perfidia de su significado no escapaba a nadie que mantuviera un mínimo de racionalidad democrática, desde Kennedy -«soy un berlinés»- hasta Reagan -«señor Gorbachov, eche abajo este Muro»- y a los miles de germano orientales que arriesgando la vida habían decidido intentar la casi imposible aventura de pasar al otro lado: más de doscientas personas perecieron en el intento y otras miles fueron detenidas y torturadas por la siempre eficaz, eso sí, policía política del régimen, la con razón temida STASSI. Y los monigotes que al servicio de Moscú habían ordenado la construcción del espantoso invento, -con su adición de perros, «zonas muertas», «vopos», ametralladoras- tenían que explicar que el Muro tenía como finalidad evitar que los ciudadanos de la RDA escaparan hacia el Oeste, pero que ello era imprescindible dado que en determinados estadios de construcción del socialismo los deberes impuestos sobre la población son de tal dureza que pocos pueden soportarlos. Me pareció obsceno la primera vez que lo escuché de un diplomático germano oriental. Me parecieron vomitivas las veces que tuve que escucharlo de sus conmilitones ideológicos españoles, todavía entonces postrados hasta la extenuante servidumbre ante los amos del Kremlin.
Claro que había trampa. La RDA no sólo fue uno de los estados mas totalitarios en reciente memoria sino que, además, su eficacia productiva pura propaganda, letal la destrucción medioambiental sufrida en sus instalaciones industriales, secular el retraso educativo y científico de sus instituciones. El Muro no pudo resistir el impacto de la presión de los que siempre pensaron aberrante su existencia y terrible el alcance de las vergüenzas que ocultaba. El sentido gozoso de la celebración a los veinte años de su caída debe hacerlo con un deber de restitución histórica. Los que celebraron la efemérides bebiendo champagne en su cima sabían que su gesto no sólo alcanzaba la destrucción del símbolo sino también, y sobre todo, lo que detrás de él se ocultaba: la sordidez de las sociedades aherrojadas en los dogmas del marxismo leninismo, del socialismo real. Nunca más.
Javier Rupérez, embajador de España
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