El mundo se acaba, sí. Dentro de solo dos añitos todos nuestros proyectos, todas nuestras penas y esperanzas quedarán ahogadas en el sumidero de una catástrofe cósmica sin precedentes. Lo dejaron escrito los mayas hace más de 5.000 años, y acertarán. |
Menos mal que no nos han dado los Juegos Olímpicos (menudo gasto inútil), y que no he colocado los ahorros en el plazo fijo que me quería vender el banco. El 21 de diciembre de 2012 todo eso no habrá servido para nada.
Esa es, ya lo saben ustedes, la tesis de la última megaproducción de cine catastrófico estadounidense. Y, como sucede con todos estos estrenos, la maquinaria de marketing ya ha puesto en marcha la consabida polémica sobre el rigor científico del filme. Pero, al contrario de lo que hacen otros respetados colegas divulgadores (que ya andan montando en cólera por las barbaridades astronómicas que arroja la cinta), miren por dónde, a mí estas cosas me gustan.
Porque, detrás del disparatado guión, hay una bellísima historia científica que contar.
Los seres humanos vivimos pegados al suelo, pero necesitamos el cielo para sobrevivir. De la bóveda estrellada nos llega la luz de la vida, sobre nuestras cabezas vuela el manto protector de la atmósfera. De allí arriba caen la lluvia fertilizante, las nieves fecundas y los meteoros capaces de arruinar la cosecha.
Desde que el hombre decidió dejar de ser nómada y asentar sus posaderas en un pedazo de terruño del que extraer sus recursos, mira al cielo con las mismas dosis de esperanza que de preocupación. Lo hace desde hace miles, quizás decenas de miles de años. Y durante la mayor parte de ese tiempo lo ha hecho a ojo desnudo, sin la ayuda de artefacto alguno que le acerque el distante fulgor de los astros.
Así entregado a la contemplación del cielo, el hombre acertó a encontrar en el movimiento aparente de los astros un orden. El Sol sale por el este y se pone por el oeste todos los días. Pero el amanecer y el ocaso no ocurren siempre sobre el mismo punto del horizonte. Según transcurren las jornadas, el lugar por el que aparece y desaparece el astro rey va moviéndose de sur a norte, alcanza un punto máximo y desanda su camino. Este devenir cíclico del Sol sobre el horizonte marca los solsticios y equinoccios y, por tanto, las estaciones. Para el hombre de hace 10.000 años, dicha información podría resultar vital: indicaba cuándo había que plantar y cuándo cosechar, advertía de los periodos de fertilidad de las bestias y ayudaba a la crianza.
Es por eso por lo que pronto estableció una relación vital con el paso del tiempo reflejado en los movimientos del cielo: las fases de la luna, los cambios de las estrellas, las orientaciones de los polos.
Pero el tiempo es demasiado largo y el arte es breve. Los humanos necesitamos hitos en el camino a los que poder agarrarnos, balizas simbólicas que nos permitan imaginar que controlamos el paso de las horas. Toda contabilidad temporal requiere de ciclos, de periodos, de pequeños paquetes en los que los fenómenos se repitan y puedan ser aprehendidos. Necesitamos que cada noche salga la luna, y que cada cierto tiempo sus fases se repitan; contamos los días entre uno y otro estado (cada 28 jornadas, luna nueva). Y hacemos lo mismo con el Sol. Los primeros observadores del cielo descubrieron que, cada cierto tiempo, el punto del horizonte donde se produce el alba o el ocaso se repite y el ciclo vuelve a empezar. Y dividieron ese tiempo en jornadas más o menos iguales, e inventaron el año y los días.
Los humanos del siglo XXI seguimos necesitados del pulso seguro de los ciclos: requerimos que todos los días tengan un mediodía, y todas las semanas un lunes, y todos los meses un día primero, y todos los años un enero... Nos hace sentirnos mejor cuando pretendemos que el tiempo tiene un orden establecido y ese orden es comprensible.
Pero existen ciclos mucho más escurridizos. El Sol aumenta y disminuye su actividad (evidenciada en el estallido de sus llamaradas y las manchas energéticas de su plasma) en ciclos de 11 años. Las fases de la Luna recorren el calendario cambiando de fecha hasta que, cada 19 años, vuelven a coincidir. Es el llamado ciclo metónico (por el astrónomo griego Metón), por el cual los días de luna llena de 2009 son los mismos que los que hubo en 1990. Aunque fuera un sabio griego quien lo describiera por primera vez, este ciclo ya era conocido por las comunidades celtíberas que habitaron lo que hoy conocemos como Calatayud, que fueron capaces de componer calendarios metónicos sin saberlo. Por cierto, esos ciclos son muy útiles para conocer con antelación cuándo caerá la próxima Semana Santa.
Otro periodos son aún más largos. La Tierra rota sobre su eje de una manera poco estable. En su giro dibuja un movimiento de cabeceo similar al de una peonza que, mientras da vueltas, se bambolea ligeramente de derecha a izquierda. Ese movimiento, conocido como torque, hace que el eje terrestre describa lentamente un círculo imaginario en el cielo que se completa cada 25.780 años. A ese periodo se le llama año platónico y determina la posición de la estrella polar (que no siempre es la misma).
Otros ciclos son aún más complejos, como el periodo de tiempo que tarda el Sol en el solsticio de invierno en alinearse con el centro de la Vía Láctea. Esta alineación, que ocurre cada algo más de 25.000 años, es la que ahora resulta que coincide con el final del ciclo más largo del calendario maya, por lo que ha dado lugar a las tesis apocalípticas que hoy son de lo más comentado en internet en todo el mundo.
Sinceramente, no me siento autorizado para recomendarles que estén tranquilos, aunque pienso celebrar la Nochevieja de 2012, Dios mediante. Pero consuélense sabiendo que ni los mayas creían que el final de cada ciclo condujera a una hecatombe ni los astrónomos han dejado de descubrir otros muchos ciclos como éste, que, sin duda, darán pie a nuevas películas de las que a mí me gustan. Disfruten de los días.
Julio Alcalde
http://findesemana.libertaddigital.com
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