La esclavitud, esa ignominia, es un cachetazo brutal e inmisericorde a la dignidad del ser humano. Menos aún se entiende que desde los albores de la historia pensadores como Aristóteles justificaran este atropello escandaloso y monumental a la condición humana. |
Frederick Douglass nació con otro nombre en Maryland en fecha desconocida ("No conocí un esclavo que supiera cuándo era su cumpleaños", nos dice el personaje del presente relato), de padre blanco y madre esclava, de la que le destetaron cual animal siendo muy niño. Durante un tiempo, ella recorría muchos kilómetros a pie para verle un ratito de noche. No le dejaron verla en los momentos en que estuvo enferma, ni estar con ella en la hora de su temprana muerte.
Son indecibles las mil y una peripecias por las que pasó Federick Douglass (apellido que, con el tiempo, él mismo se puso –con una ese de más–, como homenaje a un personaje de una novela de Walter Scott). Nadie puede contener las lágrimas al leer los padecimientos increíbles que tuvo que soportar como esclavo, hasta el punto de que estuvo al límite de perder la razón.
Tuvo, sin embargo, la dicha (por decirlo de alguna manera) de que la mujer de uno de sus amos le enseñara las primeras letras; pero el sátrapa supo lo que estaba pasando y prohibió que el crío prosiguiera su aprendizaje: "Lo único que un esclavo debe saber es la voluntad de su dueño", sentenció. En la más absoluta clandestinidad, continuó aprendiendo a leer; y aprendió a escribir merced a un librito de gramática de Webster que le obsequió otro esclavo –y luego con libros prestados–.
Repudió de la forma más vehemente la posición adoptada por las iglesias del momento de defensa de la esclavitud; de hecho, llegó a perder le fe. No podía soportar ver a sus explotadores salir del templo del brazo de los predicadores. Mucho después volvió a la religión, gracias a un pastor metodista "excepcional".
Cuando uno se esfuerza por perfeccionarse, por acercarse al Ser Perfecto, por trascender lo meramente material y circunstancial para pensar, argumentar, elaborar juicios independientes de los nexos causales inherentes a la materia; cuando uno maneja esa concepción espiritual de la religiosidad y la dignidad del ser humano, dista mucho de aceptar las barrabasadas de predicadores irresponsables que mutilan gravemente el respeto irrestricto al ser humano.
El 3 de septiembre de 1838 Douglass logró finalmente fugarse y entrar en contacto con otros abolicionistas (muy especialmente con el célebre William Lloyd Garrison). Posteriormente viajará a Inglaterra, donde intimará con los liberales John Bright y Richard Cobden y se hará miembro del Free Trade Club; asimismo, pronunciará conferencias sobre distintos aspectos de la libertad, los derechos civiles y la igualdad ante la ley en Irlanda, Escocia y, luego, en Canadá y Estados Unidos (principalmente en New York, Michigan y Winsconsin); no sin riesgos: en más de una oportunidad, fue apalizado o se vio envuelto en escaramuzas de tenor diverso.
Se casó y fundó una familia, que renovó cuando murió su mujer: su segunda esposa era blanca, y lo acompañó hasta el final de sus días.
Puso en marcha dos revistas: North Star y Douglass Monthly, y conocerá a Ralph Waldo Emerson y a Henry David Thoreau, que influyeron poderosamente en su pensamiento; así como Harriet B. Stowe, la célebre autora de La cabaña del Tio Tom. Las tres autobiografías que escribió en distintos momentos de su vida constituyen un grito de liberación del espíritu humano y un canto a la notable potencia que surge de la voluntad de hierro y el carácter indomable de una persona oprimida que no se resigna a esa condición.
No soy propenso a utilizar la palabra héroe, porque ha sido muy bastardeada (generalmente, se la emplea para hacer referencia a gente que mata a gente en campos de batalla), pero esta vez haré una excepción, pues considero que estamos ante un verdadero héroe, es decir, una "persona que ha realizado una hazaña admirable para la que se requiere mucho valor".
Douglass pudo triunfar en sus propósitos merced a su perseverancia y su decisión inconmovible de salir de las situaciones más espantosas y aterradoras que puedan concebirse. Por eso resulta una afrenta a los pobres el sostener que son propensos a la criminalidad. Esto constituye un insulto a nuestros ancestros, ya que todos, sin excepción, provenimos de situaciones miserables (aunque no necesariamente de esclavos). Entre millonarios se suceden crímenes horrendos, no hay más que constatar los brutales asesinatos perpetrados por las mafias de las drogas –tal como documenté en mi libro reciente sobre el tema, hay quienes perciben treinta millones de dólares mensuales en ese negocio–. El tema, entonces, no es de patrimonios, sino de valores morales.
Y, dicho sea de paso, los valores morales no son fruto de la invención o del diseño humanos, sino que están en la naturaleza de las cosas. Taylor Caldwell abre su libro sobre Cicerón con un epígrafe de este notable personaje que versa sobre el poder político:
Divorciado de la ley eterna e inmutable de Dios, establecida mucho antes de la fundición de los soles, el poder del hombre es perverso, no importa con qué nobles palabras sea empleado o los motivos aducidos cuando se imponga.
De un tiempo a esta parte, tal vez como consecuencia de los galimatías de la political correctness, se ha puesto de moda denominar "afroamericanos" a los negros, como si esa denominación los diferenciara del resto de sus congéneres. Se ha señalado una y otra vez que todos los humanos provenimos de África. Spencer Wells, biólogo molecular egresado de las universidades de Stanford y Oxford, explica el punto con notable maestría en The Journal of Man. A Genetic Odyssey (Princeton University Press); asimismo, reitera que el término raza no tiene significado alguno, puesto que los rasgos físicos –por ejemplo, los relacionados con los niveles de melanina en la epidermis– cambian a medida que los seres humanos se desplazan por el planeta (y no se diga la estupidez de "la comunidad de sangre", ya que hay cuatro grupos sanguíneos en las más variadas poblaciones del planeta). En definitiva, y para el caso que nos ocupa: lo de afroamericano es tan cierto, patente y vulgar como decir que quien escribe estas líneas es afroargentino y blanco. De cualquier modo, catalogar moral o intelectualmente a una persona por sus rasgos faciales es tan torpe, inútil e irrelevante como hacerlo en función de la medida de su calzado o el espesor de sus uñas.
Federick Douglass era una persona de una integridad moral ejemplar. Ojalá su caso sirva para iluminar a muchos que, habiendo recibido la bendición de nacer libres, abdican de sus responsabilidades en el mantenimiento de los indispensables espacios de libertad y se entregan encadenados al gobernante de turno como esclavos sumisos y genuflexos, indignos de ser tratados como humanos.
El personaje de esta columna se oponía tenazmente a las asociaciones sindicales basadas en cualquier forma de compulsión legislativa. En momentos de escribir estas líneas estoy escuchando a Andy Stern, dirigente del SEIU –uno de los mayores contribuyentes a la campaña de Obama– decir: "Nosotros proponemos trabajar con el poder de la persuasión, pero si eso no da resultado hay que usar la persuasión del poder". Hasta la fecha, Stern es la persona que más ha visitado al presidente en la Casa Blanca: veintidós veces.
Para terminar, pongamos en un contexto más amplio la sentencia de Tucídides: "Estén convencidos de que para ser feliz hay que ser libre, y para ser libre se requiere coraje"; y, salvando las distancias temporales y de conducta, esta del guitarrista y compositor de música rock James Hendrix: "Cuando el poder del amor derrote al amor por el poder, el mundo encontrará la paz".
Alberto Benegas Lynch
http://historia.libertaddigital.com
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