Los principios no se improvisan. A fuer de permanentes, son útiles. Es una idea perversa –y falsa– considerarlos inservibles ante la realidad. Se convertirían entonces en mera coartada para la actuación arbitraria. El último beneficiario de la arbitrariedad en una sociedad moderna es el Poder Político. |
Creo firmemente que, en el proceso de deconstrucción de la cultura occidental, la simplificación del lenguaje es una herramienta eficaz. De ahí el irritante soniquete de "Una cosa es la teoría y otra la práctica", o el de "Los principios están bien, pero luego la realidad es otra cosa". Es cuestión de lenguaje: si una teoría es correcta, los hechos la corroboran; si un principio es válido, su aplicación es ineludible. Salvo que se esté llamando principio a lo que es mera máscara. Relativizar los principios es la forma de dignificar el ejercicio arbitrario del Poder.
El Poder se beneficia de la anómala facultad de decidir cuándo y quién puede incumplir la norma. Escribió el padre Juan de Mariana que el príncipe nunca ha de consentir que ni él ni nadie "puedan más que las leyes",
pues (...) es indispensable que el que las viol[e] se aparte de la probidad y la justicia, cosa a nadie concedida, y mucho menos al rey.
Nuestro principio es simple: el Estado ostenta el monopolio legítimo de la violencia. Si la emplea infringiendo la ley, delinque. También cuando no ejerce la coacción que la ley prescribe.
No cabe renunciar a la fuerza ante un secuestro. Solo decidir cómo y cuándo se ejerce: antes, durante o después del pago del rescate. Se ha de ponderar los riesgos, asegurando, eso sí, los objetivos principales: la integridad de los secuestrados y el castigo de los delincuentes. La primera es una función básica del Estado: proteger la vida de las personas que lo sustentan. Pero el castigo a los criminales no es menos esencial, y tiene una doble finalidad: la prevención especial, que busca evitar que aquellos vuelvan a delinquir, y la prevención general, es decir, disuadir a otros de seguir tales conductas.
Ambos objetivos son igualmente irrenunciables, aunque sea mayor la urgencia de salvar una vida que la de capturar y castigar a quien la amenaza. Por eso el uso de la fuerza es inevitable. Si el Estado la descarta deja de ser Estado. Se sale de la ley. Se convierte en nuestro enemigo.
El pasado mes de abril fue secuestrado el pesquero español Playa de Bakio. Cabía liberarlo por la fuerza o capturar a los secuestradores tras el pago del rescate. Se amparó el pago. Después, nadie –¿por qué?– preguntó al Gobierno por la persecución a los piratas. Sospecho que se renunció a ello. Que su actuación fue ilegal, inmoral y causa directa de otros secuestros. Todos callaron. Incluso aquellos cuya principal obligación es el control del ejercicio del poder.
El pesquero Alakrana fue asaltado. Los pescadores secuestrados sufrieron una violencia extrema, y sus familiares y amigos una angustia sin límite. Su lucha por sus seres queridos ha sido admirable.
Nuestro Gobierno, por su parte, sigue incumpliendo la ley. Lanzó en abril un mensaje perverso: se descarta la violencia para resolver el secuestro. Si el tiempo lo confirma, estaremos ante una conducta ilegal, inmoral y dañina. Ante un Estado delincuente.
El Gobierno se acerca al abismo. Su vergonzoso camino se convierte en una huida hacia delante. Cumplirá oscuros pactos. Encubrirá su indignidad con otras mayores. En el mejor de los casos, permitirá que los pesqueros sean expulsados. En el peor, se planteará algún acuerdo con los piratas que proteja en adelante a nuestros pesqueros. En dos palabras: financiaremos criminales.
Frente al capitán pirata se sienta otro capitán con un parche en el ojo derecho. Un tal Rodríguez actúa como algo que no me atrevo a calificar. Bien asesorado por algún ministro con experiencia en el trato cordial con bandas asesinas.
Quizá en España la ética agonice, y para nuestros compatriotas el fin justifique cualquier medio. Quizá admitan el premiar a asesinos y amparen políticas totalitarias para terminar con una banda terrorista. Quizá acepten igualmente conceder dinero e impunidad a salvajes piratas a cambio de inmunidad.
O quizá falte en España quien levante la bandera de los principios, del Estado de Derecho y la libertad. Quien proclame que el sacrificar la dignidad por la paz nos privará de ambas.
Si existe una oposición digna, preguntará por la persecución de los secuestradores del Playa de Bakio y el Alakrana. Si el Gobierno se ha puesto al nivel de una banda de piratas, denunciará y perseguirá a un Gobierno que delinque.
La batalla por la dignidad no está perdida, salvo que la libremos sin fe. Necesitamos líderes que se enfrenten con valor e inteligencia a un Gobierno ya experto en hablar de tú a tú con una banda de asesinos. No estamos en la previsión del padre Mariana: "Si a pesar de nuestras instituciones y de la fuerza del derecho [el príncipe] llegase a quebrantarlas, se le podría castigar, destronar y hasta, exigiéndolo las circunstancias, imponerle el último suplicio"; pero si los gobernantes se comportan como piratas, habrá que combatirlos aplicándoles la misma ley que desprecian. Es cuestión de principios.
ASÍS TÍMERMANS, profesor de Historia de las Instituciones Financieras en la Universidad Rey Juan Carlos.
http://revista.libertaddigital.com
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