La izquierda española, cuya reconocida nulidad intelectual (no tiene un solo pensador ni siquiera mediano) solo es comparable con su capacidad de intimidación, condenó a Ortega y Gasset a un despectivo silenciamiento, multiplicando los sarcasmos y pequeñas invectivas contra él (es la manera habitual de razonar en la izquierda, muy distinta de la discrepancia argumentada), por el pecado de haber vuelto a la España franquista y trabajado en ella durante sus últimos diez años. |
Es más, descubrieron que seguía cobrando del estado por su cátedra, lo que interpretan como el precio por callar ante los inauditos desmanes y crímenes que a diario practicaba aquella dictadura odiosa. ¡Por tan poco había comprado el franquismo al personaje! Abyecto, realmente.
Pero, claro, Ortega seguía siendo el filósofo español más relevante del siglo XX, por lo que una parte del progresismo buscó el modo de redimirle, siquiera parcialmente, de su delito. Y así, la intelectualidad tipo El País destacaba sus supuestas malas relaciones con el régimen, el no menos supuesto hecho de que este le despreciara, la escasa simpatía de la Iglesia hacia él, la amargura del pensador, que sólo pudo volver a España a dejarse morir en un ambiente tan hosco a la cultura, hundido el hombre, en fin, en un "exilio interior", ese famoso truco con el que tantos han venido falsificando su propia biografía o la de otros. O rehúsan creer que hubiera cobrado del estado mientras no les muestren los recibos con la firma. La misma Inger Enkvist, generalmente tan lúcida, da pábulo a algunas de estas leyendas (aunque las critica también) mencionando que se encontró "en situación difícil social, intelectual y económicamente", o afirmando: "Lo peor para él fue la situación cultural de España, ya que había dedicado toda su vida a mejorarla y ahora la veía más deteriorada que cuando había empezado a trabajar".
En Años de hierro recordaba la opinión de Julián Marías, contrastándola con las anteriores: "No se sabe qué pensar de los que ahora dicen que Ortega vino a España a morir; vino a vivir –y vivió diez años– en ella y para ella, lleno de proyectos y de entusiasmo". El testimonio desinteresado de Marías vale, desde luego, mucho más que tantos otros cargados de prejuicios políticos, ya que él recibió algunos disgustos del régimen, nunca fue franquista y mantuvo estrecho contacto personal con su maestro. Y nadie le ha acusado de la deshonestidad política e intelectual que en cambio puede achacarse a demasiados de nuestros escritores.
Ortega integró, con Pérez de Ayala y Marañón, el grupo de los llamados "padres espirituales de la República", y lo hizo sobre todo con su famoso artículo "El error Berenguer", uno de los más influyentes y también más absurdos del siglo XX español. En él aplicaba su extravagante concepto histórico de la "anormalidad" histórica de España para criticar ferozmente a la dictadura, ciertamente muy ligera, que había dado al país una tranquilidad que apenas existía en Europa por entonces, un progreso económico desusado, que había superado las plagas que habían derrumbado la Restauración, y permitido una vida cultural libre y muy fructífera. Fue, realmente, El error Ortega,como él y los demás padres espirituales reconocerían pocos años después, tras la experiencia histórica.
Pérez de Ayala se sumó con entusiasmo al franquismo, y la posición de Ortega equivale a la expuesta por Marañón y Besteiro: ante "la estupidez y la canallería criminal" del Frente Popular, "¿cómo poner peros, aunque los haya, a los del otro lado?". La amargura del filósofo no se debía al nuevo régimen, con el cual no podía simpatizar mucho, pero al que reconocía el enorme mérito de haber salvado al país de una pesadilla mucho peor. Su amargura nacía del fracaso sin paliativos de muchas de sus ideas políticas. No se exilió por el régimen de Franco, sino por huir del Frente Popular, como tantos otros –hecho que los historiadores lisenkianos suelen confundir deliberadamente–. Y en Buenos Aires rehusó condenar a Franco, lo que le valió el ostracismo profesional. En cambio, después de volver a España pronunció en 1946 su célebre conferencia del Ateneo de Madrid:
Por primera vez, tras enormes angustias y tártagos, España tiene suerte. Pese a ciertas menudas apariencias, a breves nubarrones que no pasan de ser meteorológicas anécdotas, el horizonte de España está despejado. Mientras los demás pueblos se hallan enfermos, el nuestro, lleno sin duda de defectos y pésimos hábitos, da la casualidad de que ha salido de esta turbia y turbulenta época con una sorprendente, casi indecente salud.
La conferencia fue radiada a todo el país.
Estas frases de Ortega pueden sonar a burda e interesada adulación al régimen, sobre todo puede parecerlo a quienes han tragado el bulo del "páramo" o el "erial" cultural que supuestamente era España por entonces. Pero no había tal erial, aunque los exilios y odios de la guerra habían cobrado su duro tributo. Las izquierdas habían devastado cientos de bibliotecas públicas y privadas, archivos, museos, obras de arte, sin contar lo que se habían llevado al extranjero para pagarse el exilio. Y habían creado un anticipo de lo que ha sido la libertad cultural en los países socialistas, movilizando a los intelectuales, velis nolis, para hacer una siniestra propaganda política prosoviética. En las difíciles condiciones de posguerra, he insistido en ello y debe recordarse de continuo frente a la propaganda de los herederos del Frente Popular, se compuso la novela española más traducida después del Quijote, la pieza musical más conocida en el exterior, el libro doctrinal cristiano más divulgado; siguieron escribiendo la mayoría de los autores de las generaciones del 98, del 14 y del 27, Zubiri publicó su obra fundamental, surgió un gran número de figuras nuevas en los más variados terrenos intelectuales, como ha explicado Julián Marías en un artículo famoso.
El propio Marías, rechazado arbitrariamente en la universidad, no por ello se vio sometido al ostracismo o al exilio interior, y explicó algunas razones de la nada despreciable vida cultural de entonces:
En la España posterior a la guerra descubrí el inmenso alcance de la economía privada: poder comprar la carne, las verduras o los trajes en un comercio particular, no en un mercado estatal; poder publicar en una editorial privada o en una revista del mismo carácter, aunque fuera con censura; cobrar algún dinero de una empresa también privada, no del omnipotente estado (...) En España no había libertad política y la economía estaba intervenida y mediatizada; pero eran cortapisas a una realidad que seguía siendo privada, múltiple. Había un coeficiente muy apreciable de libertad personal y social, porque subsistía un sistema económico que en sus líneas generales era liberal.
A decir verdad, el estado era, económicamente, mucho más liberal que el de ahora, al menos mucho más reducido, lo que lo alejaba automáticamente del totalitarismo.
Y el apoyo del régimen a la cultura tampoco debe despreciarse: se creó la primera facultad de Ciencias Económicas (la república había liquidado el único centro superior de esa disciplina), donde se formaron brillantes economistas prácticos; se organizó el CSIC, generalmente reconocido como superior a sus precedentes; aumentó con rapidez, superando enseguida a la república, el número de estudiantes medios y universitarios, y más el de chicas, como también mejoró la proporción entre maestros y alumnos en la primaria, aumentando su eficiencia, y las enseñanzas técnicas. Y así podríamos seguir con una buena serie de datos que he mencionado en el libro antes citado, y que la intelectualidad de izquierda tipo El País prefiere silenciar.
En ese ambiente general siguió trabajando Ortega, como Menéndez Pidal y tantos más. Cuando uno se libra de las habituales telarañas ideológicas y va a los datos reales, solo puede pasmarse de hasta qué punto se ha desfigurado la historia en estas últimas décadas. Y ese falseamiento sí puede afirmarse que ha producido un auténtico páramo cultural, porque sobre la mentira es difícil construir nada valioso.
Pío Moa
http://historia.libertaddigital.com
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