La visión relativista del mundo que sostiene Zapatero parte de la base de que no hay comportamientos buenos y malos y, por tanto, valores mejores o peores. El bien y el mal, lejos de ser un absoluto que se encuentra presente en todas las sociedades humanas en cualquier momento del tiempo, son contingencias culturales e históricas que no pueden ser juzgadas por alguien ajeno a ese contexto. Por consiguiente, los valores sobre los que se ha desarrollado y ha ido evolucionando Occidente –la libertad, la propiedad privada, el respeto a los contratos– serían tan válidos o inválidos como los de cualquier otro grupo humano.
Sobre esta falsedad demostrable –no todo conjunto de normas éticas favorece la prosperidad y la armonía de intereses entre los seres humanos– se edifican conceptos y estrategias políticas tan desorientados y perniciosos como la célebre Alianza de Civilizaciones apadrinada por Zapatero. Según esta descabellada idea, basta con que los gobiernos occidentales dialoguen con sus falsos homólogos orientales (¿acaso los regímenes democráticos son asimilables a las dictaduras?) para que se resuelvan todos los conflictos políticos, sociales y culturales que puedan emerger entre dos concepciones distintas del mundo: una, la occidental, basada en la libertad y en la dignidad de todos los seres humanos; las otras, las no occidentalizadas, asentadas sobre distintas concepciones colectivistas y de sumisión.
Por supuesto, esta estrategia encaja perfectamente con el buenismo antropológico de Zapatero, con la negativa socialista a defenderse –"prefiero morir a matar"–, con la cesión permanente del Gobierno ante las exigencias de terceros y, sobre todo, con su antioccidentalismo militante que encarna ese movimiento reaccionario contra la razón y la prosperidad que se llama "izquierda".
Sin embargo, difícilmente puede haber una transacción como la que pretende efectuar Zapatero entre un régimen liberal y uno antiliberal. Dos comunidades no pueden convivir si la una pretende aniquilar a la otra o si los valores de la primera pasan necesariamente por cercenar los de la segunda.
Es lo que sucede precisamente con el "choque de civilizaciones" entre el islamismo y Occidente. No es que los occidentales no puedan convivir con las intolerantes comunidades islámicas, es que no deben aceptar convivir mientras el programa de esas comunidades consista en destruir el régimen jurídico sobre el que funciona Occidente.
No se trata de que nuestros Estados impongan una moralidad de carácter privado a los musulmanes, sino de que su moral privada no atente contra los derechos de los ciudadanos de Occidente. O, dicho de otra manera, nadie por ninguna razón –tampoco religiosa– puede poseer el privilegio de sustraerse de nuestro sistema de derechos y libertades.
De ahí que hoy, buena parte del islamismo tal y como lo conciben numerosos musulmanes sea simplemente incompatible con nuestros Estados de Derecho. Mientras no acepten someter su moral privada a la Justicia y sus costumbres a las libertades de todos los seres humanos, difícilmente tendrán encaje –con o sin diálogo de civilizaciones– dentro de nuestras sociedades.
Y, sin embargo, un gran número de gente, incluyendo a los medios de comunicación, se muestra reticente a admitir esa incompatibilidad y a denunciarla. Por ello, exhiben un comportamiento absolutamente hipócrita al silenciar aquellas noticias que, de la manera más escandalosa y lamentable, la ponen de relieve. Es el caso de la mujer musulmana que abortó ayer como consecuencia de la paliza que le dieron dos marroquíes por no llevar el velo.
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