El califa Omar decidió el destino de la Biblioteca de Alejandría mediante una reflexión sectaria: "Los libros de la biblioteca, o bien contradicen el Corán, y entonces son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y entonces no son necesarios". Otra versión, más suave, sustituye peligrosos por prescindibles. Fue el último y decisivo incendio de aquel depósito de saber, que tal vez albergara unos diez mil libros en rollos, una cantidad exorbitante para la época. |
Pues bien: el caso es que ahora aparece Alejandro Amenábar, el hombre que promocionó publicitariamente la eutanasia cuando al gobierno le vino bien, y lo hace con otra película, que no voy a comentar aquí pero que cabe legítimamente designar como anticristiana. La verdad es que nadie antes había ido tan lejos en el proceso de reescritura del pasado que estamos sufriendo, al atribuir a los cristianos la barbarie que corresponde a los musulmanes. Coincide en el tiempo con la aparición en Oriente Medio de la leyenda de que en el Monte del Templo, donde se alza la mezquita de Al Aqsa, con su correspondiente explanada, jamás hubo templo judío alguno. Y que, por el contrario, los judíos pretenden erigir una sinagoga encima de la mezquita, cosa que jamás se hizo: las iglesias católicas en España están construidas sobre sus propios emplazamientos antiguos, y los únicos que construyeron mezquitas sobre iglesias fueron los musulmanes. Si hay una iglesia sobre una mezquita, es porque la mezquita, a su vez, había sido erigida sobre un templo cristiano. Naturalmente, según los criterios del califa Omar, la arqueología, que no está en el Corán, es prescindible, si no peligrosa.
Pero no es de verdades y mentiras históricas de lo que quiero hablar aquí, sino de la forma en que se hace publicidad islámica y se tergiversan saberes, de quiénes son los que hacen agitación y propaganda antijudía y anticristiana, o, por ser más exactos, antijudeocristiana, sin olvidar que Ben Laden se propone actuar contra judíos y cristianos, y los que él llama cruzados, o sea, tipos como el que suscribe. Pues bien, la lamentable respuesta al quiénes y al cómo es: los occidentales, a la manera occidental, por todos los medios de promoción de ideas, desde el cine hasta la prensa en papel, pasando, claro está, por los libros, prescindibles o peligrosos, pero siempre útiles, porque siempre hay idiotas que creen que una cosa encuadernada por los suyos contiene invariablemente una verdad. Subrayo por los suyos, es decir, los sellos editoriales, los periódicos o las páginas digitales a las que atienden con religioso fervor, sin permitirse jamás un atisbo de agnosticismo.
Si esto no es suicidio, que venga quien corresponda y lo explique. Son mártires con cinturones de papel, celuloide, plasma, chips o lo que sea, dispuestos a hacerse estallar en manifiestos en los que maldicen sus propias raíces o se desdicen de ellas. Mártires nacidos entre nosotros, que se han ido alimentando de basura ideológica desde Lenin hasta aquí, más de un largo siglo ya. Porque no se trata de Marx, sus lucideces y sus errores harto difundidos, puesto que estos sujetos jamás alcanzaron a leer siquiera el primer tomo de El Capital, sino de la perversa vulgata que han consumido, más fácil, más sencilla, claro está, que los espesos textos del fundador. No se trata del marxismo, sino de la política derivada de él, que abarca un amplio arco que va desde el simple resentimiento lumpen hasta las ideologías de género. Un extenso camino de la mentira a la mentira.
Los políticos que encarnaron el marxismo en cualquiera de sus variantes (muchísimos de los cuales, de segundo, tercer o quinto nivel, se han reconvertido en imanes a lo largo y a lo ancho de todo Occidente, empezando por el notorio Garaudy) han hecho lo que Perón explicó con detalle:
La gente que iba conmigo no quería ir hacia donde iba yo; ellos querían ir adonde estaban acostumbrados a pensar que debían ir. Yo no les dije que tenían que ir adonde yo iba: yo me puse delante de ellos e inicié la marcha en la dirección hacia donde ellos querían ir; durante el viaje, fui dando la vuelta, y les llevé a donde yo quería. [A la masa] hay que dejarla marchar, y durante la marcha irla conversando, persuadiendo, y llevándola hacia donde debe llevársela. Al final, la masa agradece a uno que por ese procedimiento más suave la haya alejado del error en que estaba.
De la organización del proletariado al movimiento al movimiento gay, de la bomba anarquista a la eutanasia, por ejemplo. O del materialismo dialéctico a la fe de Mahoma.
Por supuesto, cuando un musulmán contribuye a la propaganda, a la fina promoción de la vida islámica, lo hace después de haberse formado en Occidente, en universidades europeas o americanas, donde aprende todo lo que hay que aprender en términos técnicos, sin deshacerse jamás de su pasado histórico. Claro que Amin Maalouf no es el tarado de Mohammed Atta, pero los dos corren hacia la misma meta. El primero, a la manera occidental.
Sólo un occidental puede hacer Ágora o concebir al exquisito Saladino de El reino de los cielos. Sólo un occidental posee la habilidad necesaria para hacer cualquier cosa con la historia, porque ha leído más que el Corán.
Lo más penoso de todo es que se lo creen. Ciertamente, muchos se mueven en ese sentido por dinero, y no voy a incurrir en la lista porque estoy harto de procesos por difamación o calumnias. Pero la mayoría, los más notables propagandistas, se lo creen. Se apuntan a una tradición supuestamente progresista que se deriva de varias de las ramas podridas del árbol de la Ilustración. Entre nosotros, la cosa es antigua: podemos fecharla en el apasionado anticlericalismo de Llorente o de Mendizábal, si nos repele demasiado recordar que la desamortización la emprendió Godoy. La reivindicación del pasado islámico, recordémoslo ahora, cuando la fracción magrebí de Al Qaeda ha pasado a llamase Al Ándalus, se inicia en Américo Castro, al que muchos leímos como parte de una formación antifranquista, y cuyos discípulos –piénsese en Juan Goytisolo– sólo abjuraron trabajosamente de una fe para abrazar otra.
Nunca acabaremos de perdonarnos lo que nos estamos haciendo, ni siquiera al comprender que toda decadencia supone la generación de enemigos en la propia casa. La decadencia no es algo que se hace desde fuera: invariablemente, la enfermedad la alimenta el enfermo. No se inocula el cáncer: simplemente, las células empiezan a proliferar fuera de todo programa.
Horacio Vázquez-Rial
http://revista.libertaddigital.com
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