El pasado lunes, bajo la lluvia contumaz de Berlín, pensé que entre quienes tomaron la palabra ante la Puerta de Brandemburgo quizá había ingratitud hacia los protagonistas del 9 de noviembre de 1989. Y evoqué dos protagonistas y un hacedor en la sombra. Juan Pablo II, recordado casi sólo por Lech Walesa, y Ronald Reagan, que ya en 1982 advirtió que su objetivo no era sólo contener el expansionismo soviético: «Lo que propongo es un plan y una esperanza a largo plazo: el progreso de la democracia y la libertad acabará con el marxismo-leninismo en las cenizas de la Historia». Y Reagan decía eso entre el desprecio de muchos de sus compatriotas más respetados, como el periodista de la CBS, Dan Rather, que todavía en 1987 afirmaba que «contra lo que creen muchos norteamericanos, la mayoría de los soviéticos no ansían el capitalismo o una democracia de corte occidental». Un profeta, Rather.
Y recordé a un hacedor en la sombra de cuya amistad me privilegié, un hombre de confianza de Reagan: el general Vernon Walters. Cuatro años al frente de la CIA como director adjunto bajo Nixon y Ford; miembro del Gobierno de Reagan; George Bush padre le envió a Bonn como embajador en marzo de 1989. Al poco de llegar declaró a un diario local que esperaba que el Muro fuese derribado durante la duración de su embajada. A las pocas horas el secretario de Estado, James Baker, hizo una declaración corrigiendo a su embajador y diciendo que eso era impensable. Tan pronto como lo supo, Walters se sentó a escribir su carta de dimisión. Cuando estaba a punto de rubricarla, sóno el teléfono. Era el presidente Bush. «Dick, sé lo que estás haciendo. Ni se te ocurra. Tienes una misión». La cumplió. Juan Pablo II, Reagan y Walters cumplieron su misión, pero hoy están muertos y otros se comen el bollo.
Ramón Pérez-Maura
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