Veinte años después de la desaparición del muro de Berlín, se contempla en toda su dimensión un acontecimiento extraordinario que cambió el contorno político del mundo y devolvió la libertad a millones de europeos. Lo que sucedió en Berlín aquellos prodigiosos días de noviembre de 1989 fue el reencuentro del pueblo alemán, que había permanecido artificialmente dividido durante 40 años y, marcó el fin de las dictaduras comunistas en Europa del Este, el botín de guerra de la Unión Soviética, que poco después sucumbiría a su vez. El esfuerzo que ha hecho ABC tanto en el D-7 que compaña al diario de hoy como el ABCD que se publicó ayer, representa en efecto esa voluntad de favorecer el análisis de un hecho para el que cabe aplicar sin ningún tipo de exageración el adjetivo de histórico.
Las dos Alemanias de la postguerra representaron dos mundos antagónicos: una, la Occidental, fue la patria de la libertad, el progreso y la democracia, mientras que la llamada «democrática» era la tierra de la opresión, la tiranía y la miseria. Al evocar las jornadas de las que ahora se cumplen dos décadas, unos dicen que el muro fue derribados por unos o que se cayó por la desidia de los otros. En todo caso, lo evidente es que triunfó la libertad frente a la repugnante tiranía comunista, que aquellos fueron instantes mágicos en los que todo parecía posible y que por ello han quedado grabados justamente en la historia colectiva de los europeos como un emblema de la liberación. La Puerta de Brandemburgo, que durante décadas era el palco desde donde contemplar la aberración carcelaria de un gobierno que mantenía encerrados a todos sus ciudadanos, es hoy la atalaya de una nueva Alemania, que ejerce un liderazgo fecundo en el seno de la UE y que, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa en las próximas semanas, tendrá por primera vez el peso que le corresponde a su tamaño actual, es decir, el de la reunificación. Veinte años después celebramos que todos los países del Este de Europa han llevado a cabo una transformación vigorizante de sus sociedades. Aunque cada cual a su velocidad, todos ellos -casi todos, miembros de la UE- luchan por implantar los principios democráticos sobre las ruinas que dejaron las tiranías totalitarias.
A muchos jóvenes de hoy les costará imaginarse que hasta hace dos décadas hubo un muro, alambradas y nidos de ametralladoras para mantener encerrada a una parte de los europeos o que, a pesar de todas las evidencias, gran parte de la izquierda occidental nunca miró con malos ojos aquellas dictaduras que fueron conocidas como el «socialismo real». Esa confusión ética, que tanto contribuyó a prolongar la existencia de las tiranías y que explica por qué los europeos del Este aún confían más en Estados Unidos que en sus vecinos occidentales, merecería una reflexión que todavía no se ha producido. Por ejemplo, en la percepción de lo que está sucediendo en Cuba, la última reliquia de aquel enjambre de satélites de la utopía soviética, donde aún pervive la tiranía comunista y la historia va con al menos veinte años de retraso, porque el régimen ha encontrado en el Mar Caribe su propio muro de la vergüenza.
Editorial ABC
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