La caída de San Juan de Acre en manos musulmanas marcó el fin de las Cruzadas y de la razón de ser de los Caballeros Templarios: ya no podrían velar por la seguridad de los peregrinos en el camino de Jerusalén, ni batirse el cobre con la morisma a sablazo limpio; ya no podrían, en suma, volver a reunirse en su palacio central, antigua mezquita de Al Aqsa, construido sobre los restos del Templo de Salomón... |
La Cruzadas terminaban por puro agotamiento y porque el encantamiento que un día hipnotizó a Europa se había esfumado para siempre. Durante los dos siglos de esforzada y estéril lucha contra el infiel en Tierra Santa, las ciudades europeas habían crecido y prosperado, los reinos se habían ensanchado y las agujas de las catedrales góticas pespunteaban el cielo de todo el Occidente latino. Tierra Santa y el hechizo de Oriente ya no eran necesarios en un mundo nuevo, optimista y renovado. Los caballeros de la Orden del Temple, los bizarros monjes guerreros, barbados y envueltos en su hábito blanco, eran ya hombres de otra época.
Pero los templarios estaban convencidos de que los Santos Lugares eran eso mismo, santos, y había que reconquistarlos, aun a riesgo de que les tocara hacerlo en solitario, ya que ningún monarca de la Cristiandad estaba por la labor de jugarse un solo céntimo en la aventura. En 1302 perdieron su última posesión, la isla de Arwad, frente a la costa de Siria. Se replegaron entonces a Chipre, con la idea de saltar sobre el continente tan pronto como estuviesen preparados. Pero Chipre ya estaba ocupada por otra orden, la del Hospital, que había salido de Tierra Santa buscando un lugar al sol. No lo encontraría tampoco en la isla, que se convirtió en una base comercial de los venecianos, muy poco amigos, por lo demás, de meterse en guerras si no era estrictamente necesario y por cuestiones que afectaran a los negocios.
Los hospitalarios saldrían de Chipre para instalarse en Rodas, donde gobernaron durante dos siglos con gran aprovechamiento. Solimán el Magnífico les sacaría de allí y Carlos V, enemigo íntimo del turco, les buscó refugio en Malta para que, ya de paso, le vigilasen el flanco oriental de las incursiones otomanas. De ahí que la del Hospital sea hoy conocida como Orden de Malta y siga existiendo tan campante, con su Gran Maestre, su palacete en Roma y su página web.
A los templarios les estaba reservada una suerte bien distinta. Concluida la desastrosa campaña oriental, la jerarquía de la Orden se trasladó a Francia, creyendo que allí, en el corazón mismo de la Cristiandad, nada malo les podría pasar. Tenían buena fama, planes de futuro y dinero para llevarlos a cabo.
Esa fue su perdición.
Reinaba en Francia por aquellos años, los primeros del siglo XIV, Felipe IV, llamado El Hermoso porque se las llevaba de calle; un Capeto pendenciero y derrochón que había sustituido en el trono a su hermano, a quien alguien oportunamente había envenenado. Era implacable y frío como un témpano. Sus admiradores le motejaron como "el rey de mármol"; sus detractores, en cambio, decían no era un hombre ni una bestia: era, simplemente, una estatua.
El marmóreo e impasible Felipe IV quería ser el único mandamás de Francia. Eso, en aquellos tiempos de feudos, señoríos y mil privilegios eclesiásticos, no era del todo imposible, pero costaba mucho dinero. Quería, además, prevalecer sobre los ingleses, anexionarse Flandes, mantener Aragón a raya y ser coronado emperador de Alemania. Eso costaba más aún, mucho más de lo que sus rentas reales le permitían.
Para aliviar sus maltrechas finanzas decidió saquear concienzudamente a los que no se podían defender. Expulsó a los judíos en 1306 y se quedó con todos sus bienes, y, ya que estaba, se erigió en cobrador de todos sus préstamos, que pasaron a engrosar el tesoro real. Luego la tomó con los banqueros lombardos, a quienes expropió sin miramientos. Maleó y devaluó la moneda, ganándose por ello el mote de El Falsificador. Confiscó propiedades a la Iglesia y cobró sus diezmos. El Papa protestó y él, lejos de amilanarse, lo mandó arrestar: trasladó la Santa Sede a Aviñón y puso en su lugar a un obispo francés.
Cuando ya no quedaba nadie por robar, puso sus codiciosos ojos sobre la rica y vigorosa Orden del Temple. Trató primero de colocar a uno de sus hijos como gran maestre de la misma, pero no coló. Lo intentó después proponiendo una fusión del Temple y el Hospital... bajo su protección. Tampoco funcionó. Atacó entonces el problema de frente. Aprovechó la confesión de un antiguo prior templario rebotado, un tal Esquin de Floyran, y la emprendió contra la Orden. Floyran acusaba a sus ex compañeros de aterradores pecados como la idolatría, la sodomía y los besos obscenos. Les acusaba también de renegar de Cristo en las ceremonias de admisión y de que, en los capítulos, el presidente absolvía en grupo.
El 13 de octubre de 1307 el Rey dictaminó el fin del Temple. Dispuso que todos sus miembros fueran detenidos, así como la clausura de sus prioratos. El tesoro y las incontables propiedades muebles e inmuebles de la Orden fueron requisados por agentes reales. Para dar al latrocinio una apariencia de legalidad sólo quedaba celebrar un juicio. Pero antes había que instruirlo. Los templarios, que no se opusieron a la detención, fueron encerrados en mazmorras y torturados hasta que dijeron lo que el Rey quería oír.
No hubo héroes: el gran maestre, Jacques de Molay, confirmó la versión de Floyran, buscando así clemencia y una salida digna en alguna abadía perdida del sur de Francia.
El papa Clemente V, que era de quien dependía el Temple –y todas las órdenes monásticas–, reaccionó tarde y convocó un concilio en Vienne para que otros –él no era capaz– decidiesen el destino de la Orden. Felipe contraatacó con unos Estados Generales en Tours que hicieron la vida imposible al Concilio. Al final, el Papa se rindió y declaró la disolución de los Caballeros Templarios y la condena a cadena perpetua de sus cabecillas. Molay, sintiéndose traicionado por el Papa y por el Rey, juró en arameo delante del tribunal, se desdijo de su declaración inicial e hizo una encendida defensa del Temple.
El mitin gratuito e innecesario le salió carísimo. Él y otros 36 templarios reincidentes fueron condenados a morir en la hoguera.
El 18 de marzo de 1314, Molay fue atado a una estaca frente a la catedral de Notre Dame. Pidió a los verdugos que le permitieran juntar las manos para poder orar. Miró al cielo y, cuando las llamas ya le alcanzaban, se dirigió a los presentes, que eran un montón, porque en el siglo XIV las ejecuciones eran actos muy concurridos, y les dijo, sentencioso:
Dios sabe quién se equivoca y ha pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir.Clemente, y tú también, Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!.. A ti, Clemente, antes de cuarenta días; y a ti, Felipe, dentro de este año.
Clemente V pasó a mejor vida sólo un mes después que el maldito Molay. En noviembre, cuando ya estaba todo olvidado, Felipe IV se cayó del caballo mientras cazaba y se quedó en el sitio. Antes de ser enterrado en la basílica de Saint-Denis, le sacaron el corazón y lo enviaron, junto a la cruz de los Templarios, a un monasterio lejano. La profecía se había cumplido.
Fernando Díaz Villanueva
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