segunda-feira, 9 de novembro de 2009

Aquel 9 de noviembre de 1989, a las 18:57

La apertura inesperada del Muro de Berlín dejó paralizados a la Policía y al Ejército de la RDA


Los responsables de la caída del Muro de Berlín fueron cuatro periodistas, tres de ellos conocidos y uno anónimo, que acribillaron a preguntas a Günter Schabowski, un miembro del Politburó comunista de la RDA encargado de anunciar a la Prensa el nuevo decreto que facilitaba la salida de los alemanes del Este fuera del país. Schabowski expuso el decreto y, tras someterse a las preguntas de los periodistas, tuvo que responder a otra cuyo autor permanece anónimo: «¿Y cuándo entra en vigor?». «De inmediato», contestó el comunista.

A las siete de la tarde, Associated Press recogió la noticia y anunció: «La RDA abre sus fronteras». Dos horas después había mil personas en un puesto fronterizo del Muro y a las once y media, con la situación fuera de control, se dio paso a todo el mundo. El Ejército no recibió órdenes, los alemanes occidentales recibieron a sus compatriotas con los brazos abiertos y el Muro se desplomó a los cuarenta años exactos de la creación de la República Democrática Alemana.


La fe y la intransigencia

El derrumbamiento del Muro de Berlín cogió por sorpresa a mucha gente, en particular a las élites políticas e intelectuales de Occidente. En la República Federal Alemana era una posibilidad descartada. La derecha consideraba la Alemania Oriental como una zona de seguridad frente a los soviéticos e incluso aceptaba el chantaje de comprar la liberación de disidentes, un incentivo perverso para el régimen comunista. Para la izquierda alemana, era lo que Cuba es para la izquierda española: el lugar donde la utopía se había cumplido… a pesar de todo. La política de los países europeos daba por descontada la práctica eternidad del comunismo. Mitterrand, presidente de la República Francesa, dijo en octubre de 1989 que «la única respuesta al desafío del Este es reforzar y acelerar la unión y la cohesión de la Comunidad Europea». Un genio.

Afortunadamente para los berlineses, los alemanes y todos los sometidos a la esclavitud comunista, hubo líderes occidentales que no pensaban igual. Ronald Reagan había exigido a Gorbachov que tirara abajo el Muro, y con su anticomunismo de fondo, había fortalecido los movimientos de disidencia en los países del socialismo real. Lo había secundado Margaret Thatcher, desde Gran Bretaña, y Juan Pablo II, el Papa polaco. Reagan se inventó la «guerra de las galaxias» como un desafío que la tecnología soviética no podría superar, y con sus aliados exigió una y otra vez el cumplimiento de los Acuerdos de Helsinki, firmados por la RDA en 1975 en pro del respeto de los derechos humanos. La política de intransigencia ante el comunismo, y la convicción de que el comunismo podía ser derrotado fueron la primera causa de la caída del Muro de Berlín.

La repercusión de aquella actitud fue gigantesca. La primera ola vino en 1980, con las huelgas de Solidaridad en Polonia. Luego, a finales de los años 80, llegaron las elecciones en Polonia, las protestas en los Países Bálticos, las reformas democráticas en Hungría. Antes había cambiado el liderazgo en la Unión Soviética. La llegada de Gorbachov al poder trajo las políticas de transparencia y reforma económica. No todo eran signos de cambio. En agosto de 1989, el Gobierno comunista chino segó en la plaza de Tiananmén cualquier posible renovación política. Y la RDA no era un país comunista más. Era el escaparate del comunismo ante el Occidente corrupto, el país guardián –gracias al Muro, precisamente– de las esencias del socialismo real.


Una economía entrampada

Algunas de las zonas más prósperas e industriosas de Alemania, es decir del mundo, habían quedado del lado comunista. Sin embargo, a lo largo de la posguerra fue constante no ya la huida de ciudadanos al Occidente, sino la huida de empresas, contadas por miles, algunas tan conocidas como Zeiss (óptica) y Wella (cosmética). En los años 80 era evidente que el socialismo no podría competir nunca con el capitalismo. Entre las reformas impulsadas por Gorbachov, estuvo la congelación de créditos a los países satélites, entre ellos la RDA. Para disimular el desastre, las autoridades se lanzaron a una operación de especulación y maquillaje financiero que no resolvió nada. En octubre de 1989, un informe oficial reconocía que la RDA estaba en quiebra técnica, con una deuda galopante y una productividad bajo mínimos. A unos tecnócratas comunistas se les ocurrió que después de haber exprimido a los alemanes del Oeste durante décadas, ahora podían venderles el Muro de Berlín y unificar las dos Alemanias a cambio de inversiones. El comunismo demostraba su total ineficiencia y su incapacidad esencial para la reforma.

La propuesta de los tecnócratas no salió adelante. La clase política de la RDA era, precisamente por la posición simbólica del país, una de las más esclerotizadas de todo el comunismo, parecida a la oligarquía castrista. Erich Honecker, que llevaba gobernando desde 1971, se negaba a cualquier reforma. Los nuevos aires en la Unión Soviética no le hicieron cambiar, y Gorbachov, por su parte, tenía las manos atadas por su política de dejar vía libre a los países del bloque soviético. La situación llegó a ser tan delirante que en la RDA prohibieron en 1989 varias publicaciones soviéticas. Así que sustituyeron a Honecker desde dentro, con un golpe de mano encabezado por Egon Krenz, el nuevo caudillo. Excepto su prominente dentadura, no tenía ningún rasgo acusado de personalidad. Ni reprimió el movimiento de protesta, ni lo canalizó, ni se puso al frente de éste. Durante 46 días, haría como que gobernaba. El régimen quedó descabezado, sin apoyo soviético, y se demostró que ni siquiera sus dirigentes creían en él.


El descontento político

Como es natural, el descrédito del Gobierno entre la población era completo. Lo demostraban las últimas elecciones locales, falsificadas, como siempre, y más aún que eso, el movimiento popular. La Iglesia, en particular las iglesias protestantes evangélicas, habían servido desde los años 80 de aglutinante de los descontentos y los disidentes. En Leipzig, que se convirtió en el centro de la protesta durante el verano, se empezaron a reunir participantes en las concentraciones semanales de oración. En mayo de 1989 eran unos 2.000. El 7 de octubre eran 70.000 y el 23 de octubre 400.000 personas se manifestaron por las calles de Leipzig para pedir la dimisión de Krenz.

Al frente político, como diría un marxista, se añadía otro, el del voto con los pies. Para evitar eso se había levantado el Muro en 1961. Desde entonces la RDA era una cárcel. Las fugas por el Muro habían disminuido en los 80, aunque en febrero de 1989 cuatro guardias mataron a tiros a Chris Gueffroy, de veinte años. El informe oficial sobre la muerte de la última persona asesinada en el Muro omite cualquier referencia al tiroteo. El régimen comunista ya no podía disparar sobre sus ciudadanos. A cambio, venían aumentando las peticiones de permisos para salir a Alemania Occidental. Alcanzaron 112.000 en 1987. Los alemanes le habían perdido el respeto al régimen, como se demostró cuando empezaron a tambalearse las fronteras de los países comunistas. Ya en el verano de 1989 se podía cruzar libremente la frontera entre Hungría y Austria. En un día pasaron 600 alemanes. En septiembre, en tres días, salieron 22.000.


Un sistema aberrante

Las embajadas de Alemania Occidental se vieron asaltadas por personas que querían marcharse. La de Praga llegó a albergar a 4.000 personas, a las que se dejó salir hasta Alemania Occidental, cruzando la RDA, en un tren especial. Querían que aparecieran como cobardes renegados, y fueron ovacionados a lo largo de todo el trayecto por multitudes eufóricas…

Así se llegó al 9 de noviembre, al decreto del Gobierno autorizando la salida, a las preguntas de los periodistas y a la declaración que hizo saltar el Muro por los aires. La caída del Muro se explica por muchos factores: la presión y la fe de algunos dirigentes occidentales, la desastrosa situación económica, la ficción en la que vivía la clase dirigente, la aberración infame que es el comunismo. Queda el milagro: la rebelión pacífica y firme de centenares de miles de personas ante las que un Estado militarizado, y con medios para reaccionar, no se sintió capaz de hacer nada. Aquí seguramente interviene algo de lo que se habla poco: la conciencia nacional, la solidaridad entre compatriotas que les permitió no resignarse y vencer al monstruo.

José María Marco
www.larazon.es

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