Gregorio Pardillos y Mercedes Álvarez-Moreno contemplaron la caída del muro cada uno desde un sector de Berlín
Dos españoles, del lado Oriental y del Occidental, recuerdan lo que supuso aquel día para ellos.
El 9 de noviembre de 1989 amanece plomizo en Berlín oeste mientras los focos del Muro se apagan. Aquel jueves, el emigrante aragonés Gregorio Pardillos ultima los trámites burocráticos para abrir un restaurante español en el barrio occidental de Charlottenburg.
Después de 10 años en Alemania, por fin se acerca el momento de convertirse en dueño de su propio negocio, y protagonizar así su personal versión del milagro económico germano. «Es lo más sagrado que tiene una persona: su deseo de progresar y ascender en la vida. Exactamente eso que el comunismo coarta», argumenta hoy Gregorio.
Aquella misma mañana, la asturiana Mercedes Álvarez-Moreno ejercía como intérprete de una Comisión del Parlamento Europeo reunida en sesión extraordinaria en Berlín occidental. Ella, niña de la guerra, refugiada en la Unión Soviética primero y en Francia después, se había exiliado junto a sus padres en la República Democrática Alemana a comienzos de los cincuenta. La convicción, a raíz de la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, de que el sistema comunista «no tenía arreglo» le impulsaría a retornar a España tras la muerte de Franco. «Aquel 9 de noviembre, la reunión pudo haberse celebrado en cualquier otra ciudad europea, pero el destino quiso llevarme justo a Berlín», rememora ahora Mercedes.
Al día siguiente
Al mediodía, mientras Gregorio dirige una cuadrilla de albañiles en la reforma de su futuro negocio, los políticos comunitarios levantan la sesión. Algunos diputados españoles le proponen a Mercedes pasar la tarde en el Berlín oriental, una ciudad que ella conoce perfecta-mente.Tentada, finalmente declina la invitación: «Al día siguiente tenía que trabajar en Viena, y el particular estatus de Berlín occidental me obligaba a hacer escala en el aeropuerto de Fráncfort».
Una noche húmeda va tejiendo su manto sobre la vieja capital de Alemania, seccionada desde 1961 por el Muro, la versión local del Telón de Acero. Gregorio termina su ajetreada jornada entre permisos de apertura y obras de acondicionamiento: transplantar un pedazo de Aragón a un local del prusiano Charlottenburg requiere su esfuerzo. «Llegué a casa y encendí el televisor, pero me quedé transpuesto y me fui a la cama», explica. En su sopor colabora, probablemente, un gris burócrata de la RDA, Günter Schabowski. Como encargado de prensa de Alemania oriental, pronuncia a esa misma hora una soporífera y enigmática rueda de prensa televisada. Bajo el gris y correoso lenguaje de los regímenes comunistas, el funcionario camufla una decisión que cambiará el mundo: «Nuestros ciudadanos pueden cruzar las fronteras con occidente sin visado… a partir de ahora», desliza Schabowski. Son las 18:57 de la tarde y la Guerra Fría acaba de terminar entre bostezos.
«Por el muro, brindemos por el muro». Unos hombres de negocios levantan sus copas de champaña en pleno vuelo Fráncfort-Viena. «¿De qué hablan estos?», se pregunta Mercedes, extrañada, unas filas más atrás. Sólo horas después, cuando llegue a su apartamento en la capital austriaca, conocerá el confuso anuncio de Schabowski. «No me lo podía creer», relata a sus espléndidos 74 años, «era inconcebible que todo se viniera abajo así, en un instante».
La asturiana asiste por televisión al derrumbe de la RDA, su país de acogida durante tres décadas. «Aún recuerdo la imagen de una señora mayor mostrando a cámara su pijama: estaba en la cama y al enterarse de la noticia se puso el abrigo encima y salió a celebrarlo en uno de los puestos fronterizos», recuerda.
Una escena similar se vive en esos frenéticos momentos en muchos domicilios de Berlín. Entre ellos, el de Gregorio, situado a pocas calles del Muro: «No sé por qué, a eso de la una de la madrugada me levanté de la cama y, directamente, puse la tele». El zafarrancho de euforia que se origina acto seguido es emocionante y fácilmente imaginable: la mujer de Gregorio había escapado de la RDA en 1972,escondida en el maletero de un coche. «Llamamos a mis suegros, que estaban en el otro lado, y quedamos en vernos unas pocas horas después. Era la primera vez que mi esposa podía abrazar a su familia en 15 años».
Significado
Tanto Mercedes como Gregorio comprenden de manera inmediata el significado de aquel acontecimiento. «No tuve dudas, la reunificación era inevitable, Alemania era y es una sola nación», expresa el aragonés. «Para mí se trató de una anexión: Alemania occidental impuso su sistema y nada de lo que había en la RDA, ni siquiera lo rescatable, permaneció», apunta por su parte Mercedes. Quienes contemplan en el mito de las dos Españas una peculiaridad tan exclusiva de nuestro país como el flamenco o la sangría, deberían asistir a un encuentro entre Mercedes y Gregorio. Ambos reproducen un singular choque entre las dos Alemanias –que no es sino una colisión frontal de dos sistemas antagónicos–, pero con acento maño y asturiano. Donde uno loa las virtudes de la iniciativa privada y la competitividad, la otra pondera las garantías sociales y la solidaridad. El escritor Peter Schneider vaticinó que el Muro de hormigón caería, pero que las tapias mentales generadas tras 45 años de división tardarían décadas en desaparecer. Escuchando a estos dos españoles, uno en cada esquina del ring, el axioma que pronunció Schneider adquiere rango de verdad incontestable.
Restricciones inhumanas
Veinte años después de aquel 9 de noviembre, la dedicación de Gregorio ha convertido al «Don Quijote» en uno de los mejores restaurantes para catar el jamón de Guijuelo en Berlín, ciudad a la que Mercedes ha regresado por amor. Vecinos de la que siempre será «capital del Muro», únicamente dos aspectos logran conciliar sus enfrentadas posturas. Por un lado, lo inhumano de las restricciones en el lado comunista. «La Stasi espiaba a un tercio del país y si no eras miembro del Partido, no había forma de prosperar», denuncia Gregorio; «la falta de libertad para viajar terminó por desquiciar a los germano orientales, que idealizaron Occidente», añade Mercedes. Por otro, los plazos de la reunificación, sancionada sólo once meses después de la caída del Muro. «La fusión de los dos estados alemanes fue demasiado precipitada», coinciden los dos. Sin embargo, una reunificación tan acelerada ha permitido que, en estas dos décadas, floreciera una generación de jóvenes sin adjetivos:ni occidentales ni orientales, simplemente alemanes. «Esa es la esperanza, ellos ya no tienen la mentalidad de la división», enfatiza el maño. Pero muchos de quienes vivieron separados por el Telón de Acero son demasiado mayores para actualizar sus costumbres cotidianas. Una rutina forjada durante lustros empuja a cada cual a moverse por la mitad de la ciudad en la que residía antes de 1989. «A mí no me gusta Berlín oriental», proclama Gregorio. «Ni a mí el occidental», contrarresta Mercedes. Berlín sigue plomizo y, para algunos, aún parece dividido.
Aitor Lagunas
www.larazon.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário