El electricista Lech Walesa fue el protagonista de la transición democrática en Polonia
A lo largo de 1989, los regímenes comunistas de la Europa del Este cayeron como un castillo de naipes. La revolución polaca duró diez años, pues se empezó a fraguar en 1979; la húngara, diez meses; la de la República Democrática Alemana (RDA), veintidós días, y la de Rumanía, diez horas. En todos los casos, a excepción del caso rumano, la revolución fue incruenta y pacífica. Así, en julio cayó el régimen comunista en Polonia, en septiembre en Hungría, en noviembre en la Alemania del Este y en diciembre en Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria.
El proceso de transición no siguió, sin embargo, un desarrollo homogéneo en todas las democracias populares. En países como Polonia la transición fue un proceso negociado, mientras que en Hungría el cambio de régimen contó con la tolerancia del propio Partido Comunista. En todo caso, el verdadero detonante de las revoluciones democráticas fueron las protestas populares, puestas de manifiesto en la «revolución de terciopelo» de Checoslovaquia o en la apertura del Muro de Berlín que separaba a las dos Alemanias.
En cuanto a las tres repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania), las mismas declararon su independencia en 1990, coincidiendo con el comienzo de la desmembración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que implosionó en la Navidad de 1991. De los escombros de la URSS surgieron quince países independientes.
La crisis definitiva de los regímenes comunistas de Europa del Este fue el resultado de la desfavorable situación que padecían en todos los sentidos las «democracias populares»: el estancamiento de la industrialización, la nula rentabilidad de la agricultura colectivizada, el abusivo uso de los recursos naturales, el deterioro del medio ambiente, el empeoramiento del nivel de vida y la galopante corrupción de la administración pública.
Por ejemplo, el índice de mortalidad infantil de los países de Europa Oriental doblaba al registrado en los países del otro lado del «telón de acero» y la esperanza de vida sufría un continuo descenso.
Internamente, el Partido Comunista, la oposición, la sociedad civil y la Iglesia contribuyeron a la caída de los regímenes comunistas en los países del Este. Asimismo, la actitud adoptada por la Santa Sede, los países occidentales y la Unión Soviética precipitó la crisis.
En los años ochenta, los partidos comunistas de las democracias populares atravesaban la crisis más grave desde que empezaron a detentar el poder después de la Segunda Guerra Mundial. Pese a disfrutar de la condición de partido único en sus respectivos países y dominar los resortes económicos, políticos y sociales, ya no lograban convencer a la población, cada vez más desencantada y escéptica.
Sólo los comunistas de Hungría y Polonia fueron capaces de asumir la realidad y empezar a introducir algunas reformas en sus respectivos Estados. El resto permaneció en una posición monolítica hasta el último momento para evitar que cualquier concesión se convirtiera en un resquicio por el que sacarles del poder.
Las primeras disidencias aparecieron en Hungría y Polonia y, por imitación, en Alemania del Este y Checoslovaquia. La disidencia de los años ochenta ya no provenía de las estructuras del Partido Comunista, sino que procedía de la sociedad civil y perseguía la sustitución del régimen comunista por un Estado democrático de derecho en el que se garantizara el respeto y la salvaguardia de los derechos humanos.
Como sustento legal a la lucha por los derechos humanos, los disidentes se apoyaron en el punto 7 de la Declaración de Helsinki, que sus respectivos Ejecutivos habían rubricado en 1975. Según dicho punto, los Estados firmantes de la declaración se comprometían a respetar los derechos humanos y libertades fundamentales, como las de pensamiento, religión o creencia de todo ciudadano.
Las opiniones y reivindicaciones de esta minoría intelectual desafecta con el sistema se convirtieron en la punta de lanza de la rebelión y las protestas de la mayoría de la sociedad civil, descontenta con la situación social y económica.
Durante los cuarenta años de régimen totalitario, la situación de las diferentes confesiones religiosas había discurrido entre la persecución y los compromisos forzosos con el poder. La Iglesia Católica, por ejemplo, sólo empezó a ser considerada como un interlocutor más o menos válido por las autoridades comunistas cuando la Santa Sede empezó a efectuar gestiones diplomáticas en la zona a finales de los años setenta.
Desde que inició su pontificado en 1978, el Papa Juan Pablo II se propuso como objetivo lograr la libertad religiosa en los países del bloque socialista y brindó todo su apoyo a las iglesias católicas y a los fieles de Europa del Este.
Desde un punto de vista internacional, el Vaticano intercedió entre Gobierno y oposición durante las transiciones de Hungría, Polonia y Checoslovaquia, con objeto de que los costes sociales del cambio fueran lo menos dolorosos posible.
A partir de los años ochenta, los países occidentales iniciaron una política de menor antagonismo con los regímenes de la Europa del Este. La escalada de cambios y transformaciones que comenzaron a mediados de la década en las democracias populares toparon con unos intelectuales y naciones occidentales sorprendidos por la rapidez con la que había caído un sistema que consideraban como inmutable. Nadie lo esperaba.
En cualquier caso, el cambio en la Europa del Este no habría sido posible si en la URSS Mijail Gorbachov no hubiera iniciado en 1985 su famosa política de reformas, la Perestroika. Con respecto a las democracias populares, el líder soviético decidió que terminaran las injerencias en los países de Europa Oriental. En este sentido, se pronunció el 25 de octubre de 1989 el líder soviético en Helsinki, cuando afirmó que la doctrina Brezhnev de soberanía limitada para las naciones de Europa oriental había terminado.
Contrariamente al deseo de Gorbachov de que los cambios en Europa del Este contaran con la cooperación y el sustento soviéticos, los hasta entonces satélites asumieron su situación de libertad y decidieron dirigir sus ojos hacia Occidente e iniciar la sustitución del viejo régimen por la democracia y la economía de mercado.
EL NACIONALISMO SENTENCIÓ A YUGOSLAVIA
Tras la muerte de Tito en 1980, aumentó la división entre las seis repúblicas que formaban Yugoslavia. A lo largo de los ochenta, los políticos comunistas empezaron a ser sustituidos por dirigentes ultranacionalistas e independentistas que propiciaron los enfrentamientos étnicos. Desde su llegada al poder en Serbia en 1989, Slodoban Milosevic enarboló la bandera del nacionalismo serbio contra sus vecinos, lo que propició la independencia de Eslovenia, Croacia, Macedonia y Bosnia-Herzegovina. Desde Belgrado, Milosevic armaba y animaba a la minoría serbia, lo que provocó el mayor genocidio vivido en Europa desde 1945. Los Balcanes se volvieron a convertir así en los noventa en el avispero de Europa, que contemplaba impotente la limpieza étnica.
Pedro G. Poyatos
www.larazon.es
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