domingo, 8 de novembro de 2009

La destrucción del muro

Un ciudadano de Berlín oeste golpea el Muro con un martillo cerca de la Potsdamer Platz el 12 de noviembre de 1989 / AP


Berlín no fue Jericó. El Muro no cayó por sí solo. Su destrucción fue deliberada y laboriosa. Los alemanes del Este acabaron con él a martillazos. Sin fusiles ya no era posible el comunismo.


¿Caída del Muro? Sin embargo, el 9 de noviembre de 1989, el Muro de Berlín «no cayó»: lo destruyeron. ¿Cómo se ha generalizado la expresión «caída del Muro»? ¡Como si se hubiera desplomado solo! La destrucción fue deliberada y laboriosa: los alemanes del Este, protagonistas y no meros espectadores de esta «caída», sólo disponían de herramientas rudimentarias: acabaron con la muralla de hormigón a martillazos.

Yo estuve allí; fui testigo de que, nada más atravesar el Muro, los alemanes del Este liberados se precipitaban a los supermercados del Oeste y volvían a sus casas cargados con lo que no se encontraba en el Este, especialmente pañales para bebés y plátanos. Como escribió Bertold Brecht en su Ópera de cuatro cuartos, «La revolución está bien; pero primero hay que comer».

Así pues, Berlín no fue Jericó: la destrucción del Muro no fue instantánea, lo cual también podría hacer creíble la expresión «caída del Muro». Del mismo modo, no quedó claro de repente que Alemania del Este hubiera desaparecido, ni que Europa se hubiera reunificado, ni que la Unión Soviética hubiera desaparecido del mapa o que la ideología comunista estuviera fuera de juego. La desintegración de la dictadura soviética avanzó lentamente y sólo llegó a buen término gracias al talento visionario de Helmut Kohl en Alemania, de George Bush en Estados Unidos y de Boris Yeltsin en Rusia: gracias a ellos, que supieron aprovechar la ocasión, Europa acabó reunificada y la URSS desapareció.

¿Un nuevo socialismo de rostro humano?

En 1989, este fin de la historia comunista no obedecía a ninguna necesidad. En el bando soviético, en Europa del Este y entre algunos dirigentes occidentales como François Mitterrand, se esperaba que la destrucción del Muro abriera la vía a un nuevo socialismo de rostro humano: sin el Muro, ¿no podría el comunismo convertirse en legítimo y democrático? En diciembre de 1989, un mes después de la destrucción del Muro, François Mitterrand hizo una visita oficial a Alemania del Este y declaró: «Todavía nos queda mucho por hacer juntos». Alemania, muy a pesar de Mitterrand, no se reunificó hasta 1990.

Lejos de anunciar de repente la victoria del capitalismo liberal, la destrucción del Muro se interpretó y se esperó, en su momento y en la izquierda, como la inauguración de una Tercera Vía, ni capitalista, ni comunista. Recordemos que Gorbachov se ilusionó con este mito de la sustitución hasta que Boris Yeltsin, que era demócrata, le puso fin en 1991. En Polonia, los miembros del aparato comunista intentaron también reconvertirse a una Tercera Vía: parte de la Iglesia Católica polaca y checa y los protestantes alemanes se sumaron a ella antes de que Juan Pablo II, sin entusiasmo pero lúcido, admitiera que sólo la economía de mercado podía sacar a Europa del Este de la pobreza.

Así pues, hicieron falta dos años de controversias intelectuales, maniobras diplomáticas y reconversiones precipitadas para enterrar a la vez, bajo las ruinas del Muro, al comunismo duro, al comunismo de rostro humano y a la Unión Soviética. Al final de estos dos años de dudas, los pueblos directamente afectados y sus dirigentes admitieron que nunca había existido más que un solo comunismo, el comunismo real. Y que no podía existir otro que fuera ideal y diferente de su experiencia histórica.
Sin fusiles no hay comunismo

La destrucción del Muro y el posterior debate revelaron por fin, sin lugar a dudas y por fuera de combate, la verdadera naturaleza del comunismo. No, no era una ideología alternativa a la democracia liberal; no era otra vía hacia el desarrollo económico; no era otra forma de democracia popular en contraste con la democracia burguesa. El comunismo había sido siempre una ocupación por las armas: sin fusiles, no hay comunismo. Nadie acepta, salvo si es miembro del aparato, vivir en un régimen comunista, a menos que se le obligue.

Esto lo demuestra el hecho de que la destrucción del Muro sólo fuera posible porque la policía del Este no disparó. No se abstuvo de hacerlo por humanismo, sino porque Gorbachov había decidido que la policía y el ejército no dispararían más contra el pueblo. Este cambio del régimen había comenzado en la primavera de 1989, en Letonia, cuando Gorbachov ordenó a sus tropas que no lucharan contra los independentistas de Riga. ¿Actuó así Gorbachov porque era pacifista, humanista o débil? Es más probable que no hubiera comprendido los fundamentos de su propio poder. Al contrario que Yeltsin y que los «duros» de su Partido, Gorbachov vivía con la ilusión de un comunismo humano, legítimo y eficaz.

«Derribe este Muro»

Pero, a favor de Gorbachov y de muchos otros, hay que recordar que la Historia sólo adquiere sentido después de los acontecimientos. La destrucción del Muro y la caída del comunismo soviético, que en la actualidad parecen inevitables, en realidad eran imprevisibles, no obedecían a una necesidad histórica. Prueba de ello es que, naturalmente, nadie lo había previsto y que los que se aventuraban a profetizar lo interpretaban al revés: en junio de 1989, el Presidente de Alemania del Este, ratificado inmediatamente por el líder socialdemócrata de Alemania Occidental, Gerhard Schroeder, declaraba que el Muro estaría allí cien años. Sin duda, para preverlo exactamente, hacía falta una inspiración casi mística de algunos estadistas como Ronald Reagan, quien, en Berlín, en 1987, se atrevió a decir «derribe este Muro», dirigiéndose a Gorbachov. Reagan estaba convencido de que si no lo escuchaba el Partido Comunista Soviético, lo escucharía la Providencia.

La profecía es un género aleatorio, pero ello no impide que los hechos, desde hace veinte años, hayan dado la razón a la hipótesis de Francis Fukuyama, en el momento de la destrucción del Muro, sobre el Fin de la Historia. No escribió que ya no habría Historia en absoluto, sino que ésta se definiría en función de un único modelo de referencia: el capitalismo democrático.

Desde hace veinte años, éste es efectivamente el caso: de buen o mal grado, tanto en tiempos de crecimiento como en tiempos de crisis, la reflexión política, la ciencia económica y las decisiones democráticas actúan todas, en todas partes, dentro del paradigma exclusivo del capitalismo democrático. Que algunos pretendan huir de él, y que algunos quizás lleguen a inventar ideologías de sustitución, entra dentro de lo normal: Fukuyama vaticinó que la búsqueda de lo absoluto, por poco razonable que fuera, no cedería nunca ante el principio de realidad.
Actualmente, en Alemania, en el resto de Europa del Este y en Rusia, hay una «intelligentsia» descontenta con el capitalismo liberal que no es que añore el Muro, sino que le da vueltas a la búsqueda insaciable de una sociedad más perfecta sin él.


La añoranza del Muro afecta también, de manera no expresa, a los nostálgicos de una Europa esencialmente francogermana que, antes de 1989, aparecía ante sus dirigentes como una alternativa a la potencia estadounidense, una tercera fuerza entre la URSS y Estados Unidos.

Pero la reunificación de toda Europa, generada necesariamente por la destrucción del Muro, acabaría también con esa Europa. La nueva Europa resulta ser mucho más liberal en cuanto a la economía y más favorable a Estados Unidos de lo que lo fue nunca el dúo francogermano. Lejos de convertirse en la nueva tercera potencia con la que soñaban De Gaulle y Mitterrand, la Unión Europea se convirtió en una extensa zona de libre comercio, y en una configuración cultural de identidad difusa que se parece más a lo que fue el Imperio otomano que a una tercera fuerza neutralista. Puede que la destrucción del Muro haya hecho perder fuerza y coherencia a la vieja Europa; pero ha conseguido que avance en la paz y en la prosperidad común. Los europeos, en su conjunto, han salido ganando.

Demuestra cierta necedad del Este y del Oeste el que hayan esperado a la destrucción del Muro para llegar a la conclusión de que la ideología comunista nunca fue otra cosa que un maquillaje de la ocupación militar. Esta verdadera naturaleza del comunismo habría debido imponerse como evidencia universal, no con la destrucción del Muro, sino desde que se levantó, en agosto de 1961. Porque la Historia está sembrada de muros, cercas y murallas, cuyo único objeto ha sido siempre prohibir a los bárbaros la entrada en la Civilización. Nunca se había visto un Muro para impedir que salieran.

Por añadidura, el Muro de Berlín debía prohibir que se abandonase una sociedad presuntamente ideal por un capitalismo supuestamente odioso. Su objetivo era tan incongruente como los argumentos para justificarlo: los dirigentes comunistas decían en 1961, apoderándose del vocabulario de la profilaxis, que era para proteger la pureza comunista de las «miasmas» capitalistas. Después de 1961, ¿cómo se pudo creer en Occidente que, sin el Ejército Rojo, el comunismo pudiera llegar a ser alguna vez una alternativa al capitalismo? Esta ilusión sólo engañaba a la izquierda: en los años sesenta, Raymond Aron, filósofo liberal aunque pesimista por temperamento, preveía una «convergencia» entre los sistemas económicos comunista y liberal.


Los chinos, los norcoreanos, los cubanos o los vietnamitas no son libres

¿Quizá el comunismo sólo ha existido en la imaginación, los deseos y el esteticismo de los que no vivían en un régimen comunista? El comunismo como ilusión idílica, pero en Occidente, no en el Este. En 1990, en Gdansk, Lech Walesa, entonces líder del sindicato Solidaridad, me aseguraba en una conversación que nunca había conocido a un solo comunista polaco: «¡Oportunistas sí, miembros del aparato también, pero comunistas nunca!». La observación irónica y profunda de Walesa era válida para el conjunto del mundo soviético, igual que es aplicable todavía a los pueblos aislados de China y Corea del Norte.

Recordemos que no se han derribado todos los muros. Los chinos, los norcoreanos, los cubanos o los vietnamitas no son libres todavía para salir cuando quieran de su paraíso comunista. Esos muros ya no son de hormigón: el control de las fronteras o la censura de Internet son alternativas más sofisticadas que el primitivo Muro de Berlín. Pero el principio es el mismo: el aislamiento sigue siendo indisociable de cualquier régimen comunista, mientras que ningún país capitalista se ha aislado nunca.

Se me puede objetar que hay un muro que separa Israel de Cisjordania y otro que divide a México y Estados Unidos. Se puede y se debe lamentar su existencia, pero su función es de seguridad, no ideológica: el Muro de Berlín y los que todavía se le parecen son los únicos que están solamente para representar una ideología. Así pues, la elección definitiva para la humanidad es la siguiente: vivir en el «infierno» capitalista pero con derecho a salir, o en el «paraíso» comunista con la obligación de quedarse. Dante no se había imaginado esa Comedia.

Guy Sorman, escritor y politólogo
www.abc.es

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