A menudo me corrigen benévolamente:
-Querrá decir el 9 de noviembre.
-No, el día decisivo fue el 9 de octubre.
-¿Por qué? ¡Pero si el muro cayó el 9 de noviembre!
-Sí, precisamente porque antes se había producido el 9 de octubre.
La mañana del 9 de noviembre no había casi nadie que pensara que aquel mismo día iba a caer el muro. El 9 de octubre, en cambio, sabíamos (y no sólo en Leipzig) que aquella noche marcaría un punto de inflexión tras el cual, de un modo u otro, todo iba a cambiar.
El 9 de octubre era lunes, el primer lunes después del 7 de octubre, fecha de la conmemoración del 40 aniversario de la RDA. Semana tras semana, la manifestación de los lunes, que tenía lugar después de la «oración por la paz», en la Nikolaikirche de Leipzig, se había ido volviendo más multitudinaria. La semana anterior había reunido a casi treinta mil manifestantes.
Solución china.
Yo tenía miedo y, al mismo tiempo, estaba eufórico. Motivos para tener miedo había de sobra. Una semana antes se había producido una verdadera batalla campal entre uniformados y manifestantes en la estación, donde se esperaba la llegada de los trenes con los refugiados de la Embajada de Praga. El fin de semana anterior, los uniformados habían cargado violentamente contra manifestantes y curiosos también en Berlín, Leipzig y otras ciudades. En aquellos momentos aún no estábamos al corriente de la violencia brutal, realmente sádica, con que las fuerzas del orden se habían empleado en muchos casos. Hasta entonces, pensaba yo, la inminente celebración del 40 aniversario de la RDA nos había librado de lo peor. Lo peor habría sido la «solución China», tal como se había puesto en práctica hacía cuatro meses en Pekín. El Gobierno de la RDA había aplaudido esa intervención. Algunos rumores aseguraban que se habían habilitado pabellones deportivos como hospitales de emergencia, que los hospitales habían aumentado las reservas de sangre y otras cosas por el estilo. El Leipziger Volkszeitung publicó una inequívoca carta/amenaza de la centuria de los Grupos de Combate de la Clase Obrera «Hans Geiffert», cuyo comandante dejaba clara su intención de poner fin «de forma efectiva y definitiva a cualquier acción contrarrevolucionaria [?] empuñando las armas si fuera necesario».
Y, sin embargo, no nos quedaba otra opción. ¿Cuándo, si no, íbamos a salir a la calle? Si en aquel momento me hubiera acobardado, habría perdido toda credibilidad ante mis amigos y ante mí mismo. Además, nos habíamos quedado en la RDA por eso, para cambiar las cosas.
Neues Forum.
En Polonia, el Gobierno de Solidaridad regía ya los destinos del país; en Hungría, el 10 de septiembre habían abierto las fronteras con Austria y al día siguiente, en la RDA, se había fundado el Neues Forum, el primer partido de la oposición. Desde finales de septiembre, el grito de «¡Queremos salir!» se había convertido en un «¡Nos quedamos aquí!». Desde el lunes anterior, el clamor popular era «¡El pueblo somos nosotros!».
Salimos hacia Leipzig por la mañana, por temor a que pudieran cerrar los accesos a la ciudad. Entre Borna y Espenhain nos paró la policía. Comprobaron las luces y los intermitentes, y nos permitieron continuar.
Llegamos a Leipzig y aparcamos frente al Georgi-Dimitroff-Museum, donde actualmente se encuentra el Tribunal Contencioso-Administrativo. En una calle lateral vimos varios furgones policiales y hombres con el uniforme de los Grupos de Combate de la Clase Obrera. Bebían té de una enorme cuba. Los uniformados eran en su mayoría veteranos y a muchos la barriga les colgaba por encima del cinturón. Pasamos junto a ellos, pero cuando los miramos, apartaron la vista. En el centro de la ciudad todo parecía estar como siempre, pero de pronto nos encontramos frente a una larga hilera de furgones policiales. Se oyeron unos ladridos. Los oficiales iban apresuradamente de un vehículo a otro. Desde la plaza situada entre la ópera y la Gewandhaus, la Karl-Marx-Platz, vimos cómo de detrás del Grassi-Musem aparecían cada vez más furgones, que se dirigían hacia la avenida de circunvalación de Leipzig. Los conductores les increpaban haciendo sonar el claxon y los peatones les silbaban.
A las cuatro de la tarde, una hora antes de la «oración por la paz», una multitud se había congregado ya frente a la Nikolaikirche. No sabíamos aún que, siguiendo las órdenes del Partido Socialista Unificado de Alemania, cientos de camaradas del Partido se habían reunido en el interior de la iglesia con el fin de ocupar todos los asientos disponibles. Nos dirigimos hacia la Iglesia Reformada, que se encontraba junto a la avenida de circunvalación y que también estaba llena hasta los topes. Allí, alguien informó de las detenciones del día anterior y leyó (¿o acaso eso sucedió más tarde, a través de los altavoces municipales?) el manifiesto a favor de la no violencia que habían suscrito conjuntamente el secretario de la dirección regional del PSUA, Kurt Meyer, Jochen Pommert, Roland Wötzel, el entonces director de la orquesta de la Gewandhaus, Kurt Masur, el cabaretista Bernd-Lutz Lange y el teólogo Peter Zimmermann. Los seis firmantes habían asumido, de forma bastante realista, que iba a haber una manifestación. Así, aquel manifiesto, que no en vano llevaba la firma de los tres más altos funcionarios de Leipzig, suponía poco menos que la legalización de la manifestación del lunes.
Desde la Iglesia Reformada regresamos a la Karl-Marx-Platz. Las calles y los callejones del centro de la ciudad estaban repletos de gente. Entonces oímos los gritos procedentes de la plaza de la Nikolaikirche. El lunes anterior, al escuchar por primera vez los gritos de «¡Fuera la Stasi!», me sentí como si me hubiera alcanzado un rayo. Me pareció asombroso que aquello fuera posible sin que, al instante, varias cuadrillas de la Staatssicherheit se abatieran sobre los manifestantes. Una semana más tarde, los gritos habían adquirido mucha más confianza.
En marcha.
Si nadie ha borrado las grabaciones de las dos cámaras que había situadas encima del edificio de correos de la Karl-Marx-Platz, en ellas debe de verse cómo se originó la manifestación. Para mí, sin embargo, fue como si ésta se formara de un momento para otro. La muchedumbre reunida ante la Nikolaikirche echó a andar hacia la Plaza de la Ópera entre gritos de «¡En marcha, en marcha!» y, de repente, de todas partes, empezó a llegar más y más gente. Todas las personas que había en la plaza, y que hacía un momento parecía que se dirigían a comprar o que simplemente regresaban del trabajo, se incorporaron a la manifestación.
Era imposible decir en qué momento daba uno el paso con el que dejaba de ser un peatón para convertirse en un manifestante. Ante la mirada de las dos cámaras, nos dirigimos hacia el Georgiring, el paseo del edifico de correos, y nos quedamos asombrados al ver que nadie nos lo impedía. Poco antes de llegar al paseo me encontré con una antigua compañera del colegio. «¡¿Tú también aquí?!» Charlando de amistades comunes, llegamos al Georgiring y nos detuvimos en el semáforo para peatones. Los coches pasaron. Cuando el semáforo se puso en verde, cruzamos la calle y giramos a la izquierda, rumbo a la estación de trenes.
La calle era nuestra.
Unos instantes más tarde, los coches que esperaban en el semáforo quedaron inmovilizados por la oleada de manifestantes. Era impensable que pudieran seguir circulando. Los pocos coches que nos encontrábamos de frente, frenaban y ponían la marcha atrás. La calle era nuestra.
La tensión me ayudó a participar en los cánticos. Aún me resultaba difícil «pegar gritos» con otras personas. «Gritar consignas» pertenecía al otro mundo, que tanto menospreciábamos. Sin embargo, en aquel momento gritar tuvo la virtud de alejar el miedo y unir más a los presentes: «El Neues Forum es legal», «Elecciones libres», «¡Nos quedamos aquí!», «Sin violencia» y, cada vez más, «El pueblo somos nosotros». ¿Dónde estaban los uniformados? Tuve la sensación de que las «fuerzas de seguridad» se habían esfumado. Recuerdo tan sólo a un policía apostado en la acera izquierda, con las piernas ligeramente separadas, las manos en las caderas y la mirada perdida. Cada vez eran más las personas que se asomaban a las ventanas de las viviendas y de los restaurantes. «¡Uníos a nosotros!», «¡Fuera la Stasi!», «La Stasi, que se busque trabajo» y «Gorbi, Gorbi». Éste último fue el único grito en el que no participé. Todos sabíamos que sin Gorbachov nunca se habría producido un movimiento de aquel calibre, pero a mí me irritaba su actitud en relación con las repúblicas bálticas, donde, al parecer, la fuerza de las armas no estaba ni mucho menos descartada. Doblamos la esquina y entonces vimos que en el Georgiring no cabía ni un alfiler. En aquel momento se produjo un estallido de júbilo. ¿Quién iba a frenar aquella multitud? Nuestra victoria consistió en el hecho de reunir a tanta gente y de que no hubiera ningún idiota útil que se dedicara a tirar piedras. Contra aquella multitud sólo cabía interponer la fuerza de las armas. Y, sin embargo, yo era incapaz de imaginarme que realmente fueran a dispararnos.
Hoy se sabe que durante un buen rato reinó la incertidumbre sobre si alguien iba a ordenar «aplastar la contrarrevolución», lo que habría significado una orden de disparar. No obstante, la central de antidisturbios consideró que cualquier intervención habría sido estéril. Esperaban la aprobación de su decisión desde el Berlín-Este, pero Egon Krenz no se pronunció. Poco después de las 18:30, el primer secretario de la dirección regional del PSUA, Helmut Hackenberg, dio la orden de «permitir el avance de los manifestantes y aguardar en las sombras», siempre y cuando «no se produzcan ataques contra los efectivos, edificios e instalaciones de las fuerzas de seguridad». Así, mientras unos aguardaban en las sombras, otros emergían de éstas.
La Internacional.
La manifestación era no sólo pacífica, sino también cada vez más festiva. Nos burlamos de nosotros mismos: ahí estábamos de nuevo, manifestándonos al finalizar la jornada laboral para, al día siguiente, acudir puntualmente a nuestros trabajos. Y, sin embargo, sabíamos que el lunes siguiente íbamos a regresar.
Nos dio por cantar: «Agrupémonos todos en la lucha final. El género humano es La Internacional». El estribillo de La Internacional (casi nadie se sabía la letra más allá de la primera estrofa y el estribillo) me pareció de lo más apropiado. Nosotros éramos La Internacional, nos sentíamos unidos a los polacos, los checoslovacos, los húngaros, los rumanos, los rusos, los chilenos, los surafricanos?
Quien vea las fotografías de la manifestación, se dará cuenta del espacio que había entre los asistentes. No estábamos allí para marchar prietas las filas, no nos cogíamos del brazo, ni llevábamos velas. Las pocas pancartas que había eran pequeñas y pasaban de una persona a otra por encima de las cabezas para que, al final, quedaran cubiertas de miles de huellas dactilares: «Libertad de visado hasta Shangai». Paseábamos rodeados de amigos por la ciudad un día aún cálido de otoño, felices de comprobar que tanta gente se hubiera atrevido (en el sentido literal de la palabra) a salir a la calle. Por primera vez, me di cuenta de qué habían querido decir hacía dos siglos con aquello de fraternité.
Quienes acudimos a la manifestación éramos más bien jóvenes, por lo que los asistentes de edad avanzada eran tratados como si fueran iconos. Junto a nosotros había dos ancianas de setenta y tantos años, y los manifestantes se acercaban constantemente a hablar con ellas o les dedicaban aplausos. Su presencia debía dejarles bien claro a los uniformados que en modo alguno se encontraban frente a un «montón de camorristas».
Perder el miedo.
Pasamos frente a la estación pero las puertas estaban cerradas. Quienes llegaban en tren veían cómo les impedían la entrada a la ciudad. Los tranvías, que aguardaban en las paradas, abrieron las puertas. «¡Uníos a nosotros!» Pasamos bajo los puentes para peatones hasta la Friedrich-Engels-Platz, que parecía adormilada. Ante el edificio conocido como Runde Ecke, el cuartel general de la Staatssicherheit, esperaban los uniformados, con sus cascos y sus escudos. Durante las dos últimas semanas nos habíamos llevado una sorpresa al constatar que «nuestros» policías podían tener el mismo aspecto que los del Oeste. Frente a la entrada había apostada una falange de aproximadamente cincuenta agentes. ¿Qué debieron de pensar aquellos chavales a quienes habían ordenado guardar las puertas al ver que la muchedumbre se les acercaba al grito de «¡El pueblo somos nosotros!»? ¿Perdieron el miedo al ver que una columna de manifestantes les daba la espalda? Los manifestantes depositaron velas encendidas en los escalones de la entrada. El Runde Ecke hacía también las veces de prisión y en sus calabozos había aún encerrados varios de los detenidos durante los últimos días y semanas. Cerca del Neues Rathaus había una furgoneta de la policía aparcada en la acera. Los manifestantes discutían con los uniformados que había sentados dentro e incluso los invitaron a fumar. «¡No sois ningunos camorristas!», dijeron los hombres del vehículo.
La propia ciudad nos ofrecía la ruta a seguir: a través de la avenida de circunvalación, siempre recto hasta la Gewandhaus. Rodeamos la ciudad y el círculo se cerró; estábamos de nuevo en la Karl-Marx-Platz. Aquella hora nos había transformado. Éramos más libres y más felices que nunca. Pero no sólo nosotros habíamos cambiado: en las últimas horas, la ciudad y todo el país habían sufrido una metamorfosis. Nuestra alegría, nuestro alivio y nuestro júbilo eran más ruidosos que las trompetas de Jericó. Todo iba a ser distinto, todos los muros iban a caer y el sueño de la Primavera de Praga de 1968 se haría realidad: un socialismo con rostro humano.
Ingo Schulze
www.abc.es
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