Como septiembre de uvas, noviembre ha venido cargado de muertos: Manolo Cano, López Vázquez, Lévi-Strauss, Francisco Ayala... Muertos venerables, por edad y por noviembre, cuyos muertos constituyen la aristocracia de la muerte. Manolo Cano fue el mejor gerente taurino que haya existido, y con él se va la mayor memoria de la tauromaquia del siglo veinte. López Vázquez fue el histrión inolvidable en el retablo de las maravillas de Berlanga: Quintanilla el de la serrería en «Plácido» y el sastre militar y eclesiástico en «El verdugo». Lévi-Strauss fue el antropólogo gracias al cual Octavio Paz pudo escribir «Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo», donde aprendimos cómo lamenta Lévi-Strauss la preferencia moderna por la vida afectiva (obamismo / zapaterismo): «Es un error creer que ideas claras pueden nacer de emociones confusas». Pero en la Facultad de Periodismo unos profesores que parecían cobradores de tranvía (aquellos cobradores de tranvía madrileños que llevaban un saco de arena para combatir a los golfillos que se colaban arrojándoles puñados de arena a los ojos) nos tundieron de estructuralismo comunista, y todos acabamos tomando por pesados al pobre Lévi-Strauss y a sus indios «bella bella».
Entonces preferíamos leer a Umbral, que escribió de Francisco Ayala que Francisco Ayala parecía, humanamente, la sombra gris de sí mismo, con una voz que era la sombra de una voz y una prosa que era la sombra de una prosa; que escribió que era el profesor español mejor pagado en Estados Unidos (lo que él y otros le habían dicho), y se le cabreó mucho: «Los exiliados -concluye Umbral-, en general, no perdonaban, a su vuelta, que España hubiera seguido sin ellos, al margen de las intrigas de El Pardo. Querían no incorporarse a nosotros, sino implantarnos sus años veinte. Pero sus años veinte eran pura cretona». Se nos muere el Madrid de nuestras abuelas y su gran gorrionismo urbano. Aunque toda la vida es una carrera, más o menos larga, para llegar a la muerte.
Ignacio Ruiz Quintano
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