La tarde misma en la cual el muro empezó a ser cuarteado, el director de mi periódico me llamó a su despacho: «¿Quieres ir?» «Me iré de todas formas». A la mañana siguiente, aterrizaba en Tegel. Era el mayor favor recibido en mi vida. Yo no sabía entonces nada de periodismo. Cubrir una cosa así estaba manifiestamente por encima de mis capacidades. Pero yo no iba a Berlín para cubrir nada. Sólo para narrar. Para narrar el punto concluyente de una biografía que no era la mía salvo en lo que en la mía era idéntico a la de mi generación: la más perdida -tal vez, la más brillante- de las generaciones europeas del siglo pasado.
Me negué siempre a pisar el «Este». Yo era comunista desde los clandestinos diecisiete años españoles de mitad de los sesenta, desde las vísperas de un 68 que fue, para los de mi edad, el hallazgo simultáneo de Marx y de Epicuro: el gozo lucreciano de saber que sólo en la gélida racionalidad hay libertad y hay gozo. Que lo demás es consuelo de esclavos. Desde las vísperas del 68, yo sabía -nosotros sabíamos- que no había servidumbre peor que aquella farsa de Iglesia devoradora de libertad, razón y gozo que gentes en la raya misma de lo monstruoso habían trazado bajo la tutela de la segunda potencia militar del planeta. Fui -fuimos- comunistas en tanto que enemigos mortales de la Unión Soviética. Supe -supimos- que en cualquiera de los regímenes bajo su tutela -Cuba incluida- estaríamos muertos.
Hice una sola excepción en 1979. Mi alemán seguía siendo catastrófico. Los cursos en Berlín Oriental eran los más baratos. Pensé que podría aguantar un mes en el infierno. Me equivocaba. Era mucho peor de lo que ya sabía. ¿El error? Nacía de lo de siempre: ¿cómo yo, que había nacido bajo una dictadura y en el corazón de una familia de represaliados, iba a no soportar pasar un mes de estudio dentro de otra? De lo cual se deduce que todo mi conocimiento libresco de lo que es un régimen totalitario no me había servido para nada. La dictadura de Honecker no se parecía en cosa alguna a aquella del General Franco bajo la cual fui un forajido casi desde la cuna. No había forajidos en la DDR. No podía haberlos. El forajido precisa de un tejido social exento a la presencia del Estado, el de la vida privada, en cuya opacidad tejer sus redes clandestinas. No hay vida clandestina cuando todo es Estado y cada biografía es transparente. No hay vida clandestina: no hay vida. Fue la lección magistral de aquel verano del 79: sólo en lo clandestino estamos vivos.
Volví. Con el peso de una responsabilidad: contarlo. No encontré las palabras precisas. Prolijos borradores se acumularon en el escritorio. Acabé por tirarlos. Ha sido, como escritor, mi mayor fracaso. El encargo de mi director en el 89 me daba la ocasión de redimirme. Es una deuda que no olvido. Me dieron una cámara automática; a mí, que en mi vida he hecho una fotografía. Pero una de ellas salió. La he visto alguna vez por los periódicos, no siempre con mi firma: sobre el muro ya quebrado de boquetes, un volatinero hace juegos malabares. El horror cedía el paso a la sonrisa. Viajé entre Berlín y Leipzig: la euforia de las gentes con las cuales hablé era irrisoria. Fantaseaban un futuro idílico. Yo callaba. Ellos tenían razón: el instante exigía el exceso de la fantasía. Ya llegaría el momento de dar de bruces con la realidad. No iba a ser yo, que me había equivocado en todo, quien fuera a dictar lecciones de penumbra a quienes emergían a una luz excesiva. Los vi arrojar sus años de dolor a los escombros. Saludé su alegría. Y es verdad que mi sonrisa era algo triste. Yo era un póstumo.
Gabriel Albiac, catedrático de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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