Resulta curiosa nuestra memoria o nuestra falta de ella. En Granada estamos desenterrando los supuestos huesos de una víctima de nuestra guerra incivil de hace más de setenta años. Lo hacemos en contra de los deseos de su familia y más que nada para que un historiador irlandés se pueda hacer una foto con la calavera de Federico García Lorca y los de siempre secuestren al poeta. Probablemente ahora para asegurar que Lorca habría sido un firme abanderado de la política económica socialista de Méndez, Zapatero y Sabina.
Este último es sin duda el que más talento tiene de los tres. Y en cuestiones de política económica y soluciones reales y viables para nuestra calamitosa situación lo supongo al menos tan versado como a los dos anteriores. Sin embargo, cuando oigo estos días los primeros comentarios sobre el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín que se cumple el próximo día 9 -que fue como quien dice anteayer y todos los adultos deberían guardar al menos algún recuerdo- me da la impresión con frecuencia de que se habla de un accidente. De que había una serie de alemanes orientales que querían viajar y no les dejaban y que estos se enfadaron y comenzaron a manifestarse hasta que llegó el buen líder soviético Mijail Gorbachov y dijo que también los alemanes orientales tenían derecho a veranear. Y en no pocos comentarios se intuye casi un reproche. En unos porque la Alemania unificada vuelve a ser la potencia europea. Y en otros porque apenas pueden aun hoy soportar un éxito de la libertad. La mayoría no se acuerda cómo comenzó todo el proceso que llevó a aquel día que siempre consideraré uno de los más felices de mi vida, que me sorprendió en el hotel Sheraton de Sofía indagando la suerte del ya depuesto Todor Yivkov.
Durante todo el verano y otoño había estado viajando por toda Centroeuropa viendo como todo bullía y recuerdo haber escrito una serie de artículos llamada «El telón de cristal» para el diario El País. Estaba claro ya que iba a pasar algo muy importante y sin precedentes. Y que estábamos en el pulso final de un gran reto que habían lanzado al totalitarismo comunista, diez años antes, dos grandes personalidades que no son otros que Juan Pablo II y Ronald Reagan.
Fue en el año 1979 cuando el Papa realizó su primer viaje a su patria, Polonia. Y fue entonces cuando, por primera vez, alguien, -él ante millones de compatriotas- se atrevió a conjurar el maleficio de Yalta, aquel acuerdo de los aliados contra el nazismo que dejaba en manos de Stalin media Europa. «No resignéis» fue la frase mágica. Les dijo que era una falacia ese determinismo histórico que supuestamente les condenaba a ellos a vivir sin unas libertades de las que gozaban otros europeos. Y reactivó, con la ayuda de cientos y miles de activistas polacos y de otros países del Pacto de Varsovia el pensamiento global europeo, los muchos siglos de historia común. Frente a esa milenaria comunión cultural y religiosa, los cuarenta años de comunismo eran poco más que un cruel y sangriento calvario que habría de tener su fin algún día.
Nadie había hablado antes así y era un dogma extendido la irreversibilidad del poder comunista. Ni John F. Kennedy, cuando acudió a Berlín a solidarizarse con la ciudad cuando comenzó la construcción del muro el 13 de agosto de 1961, había tenido otras palabras que su célebre «Ich bin ein Berliner» y algunas frases de consuelo. Un año después de la visita del Papa a Varsovia comenzaron las huelgas de Gdansk y la creación del sindicato «Solidarnosc». Hay que recordar como insultaban desde aquí algunos intelectuales o artistas a aquel «movimiento reaccionario y meapilas». En esos diez años se consiguió la gesta. Una década inolvidable. La democracia y la libertad estaban en la cima de su prestigio. Hoy muchos quieren olvidarlo.
Hermann Tertsch
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