Se hacía eco ayer el vitriólico Ignacio Ruiz-Quintano de una pifia monstruosa (con falta de ortografía incluida, pero aquí la patada al diccionario no es sino el aderezo chusco de la infamia), propalada por cierto diario, que se refería a Westminster Hall como «el lugar donde Tomás Moro fue condenado a muerte en 1535 por adjurar (sic) de la fe católica». Tal enormidad podría, piadosamente, calificarse de lapsus calami, aunque más probable parece que quien la escribió no sepa nada de Tomás Moro, ni del cisma anglicano, ni de la persecución feroz desatada contra los católicos en Inglaterra durante los reinados de Enrique VIII y de su hija Isabel; ignorancia que, desde luego, tiene su mérito. Pero ni el lapsus calami ni la oceánica ignorancia bastan para explicar tamaño dislate, pues la crónica propalada por el diario estaba casi calcada de la que la agencia Efe había puesto a disposición de los medios, en la que se lee: «el lugar donde Tomás Moro fue condenado a muerte en 1535 por no abjurar de la fe católica». O sea, que en el corta y pega el hombre o mujer que redactó la noticia introdujo correcciones, en el más puro estilo de lo que Freud llamaba «acto fallido».
Los actos fallidos son acciones defectuosas, causadas por la interferencia de algún deseo o pensamiento inconsciente no controlado. Pero nuestra época ha entronizado una nueva forma de acto fallido, motivado por un deseo o pensamiento inoculado en nuestra conciencia, tan clavado a golpe de martillo en nuestras meninges que contradecirlo se nos torna imposible. Podemos imaginarnos sin esfuerzo el proceso «intelectivo» del hombre o mujer encargado o encargada de redactar la noticia, al tropezarse con el nombre de ese fulano ignoto, el tal Tomás Moro (probablemente pensara que su apellido era el remoquete con que los «ultracatólicos» de la época lo motejaban desdeñosamente, por connivencias con el Islam), condenado a muerte «por no abjurar de la fe católica». Esto debió sonarle absurdo e ininteligible a nuestro hombre o mujer, en primer lugar por no conocer el significado de ese verbo tan pedante, «abjurar», que buscó en el diccionario y luego transcribió muy malamente. Pero, una vez aprendido el significado del palabro en cuestión, la frase resultaba más absurda e ininteligible aún; pues, según lo que le habían enseñado desde la más tierna infancia, los que condenaban por abjurar de la fe eran los matarifes ultracatólicos de la Inquisición, que torturaban a la gente en las mazmorras y luego la quemaban en las hogueras mientras rezaban el rosario, según se nos cuenta en los telefilmes de sobremesa. Aquel fulano —pensaría nuestro hombre o mujer—, el tal Tomás a quien los ultracatólicos de la época motejaban de Moro (en lugar de llamarlo más respetuosamente «magrebí»), debió de ser una más de las tropecientas millones de víctimas «inmoladas» por la intransigencia ultracatólica. Y entonces nuestro hombre o mujer concluye que lo que el tal Tomás debió de hacer (¡qué tipo más cojonudo!) fue decirles a los curas que pasaba de sus monsergas, que eran todos unos pederastas y unos chupópteros, y que si querían matarlo lo hiciesen, que ya vendrían hombres y mujeres dispuestos a vindicar su memoria, propalando a los cuatro vientos que se le condenaba a muerte «por adjurar de la fe católica».
En fin, con hombres o mujeres a los que se ha lavado el cerebro tan concienzudamente se puede hacer cualquier cosa, empezando desde luego por abjurar de la verdad histórica, siempre tan nefasta y enojosa.
Juan Manuel de Prada
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