Conocí a Labordeta cuando nos cantaba en la Universidad; hablé con él en los colegios mayores en los albores de los ochenta, y lo he entrevistado en Punto Radio de diputado. Era el mismo. En sus tres versiones, José Antonio Labordeta era siempre igual. No conozco a mucha gente con ese patrimonio a la hora de irse de este mundo. Su imagen de cascarrabias y eterno abuelete; de hombre campechano y transparente le acompañará siempre, que sabido es que sólo se mueren aquellos que nadie recuerda en la Tierra. Lo recordaremos. No podía esconder que estaba hecho con la pasta de la verdad, con el sabor de la melancolía y la luz que irradian los ojos que te dicen: te puedes fiar, déjame que te cuente una verdad.
Si no fuéramos tan rápido a nuestros asuntos. Si no nos empeñáramos en poner a 100 el reloj con que gastamos nuestra vida, y si supiéramos escuchar más que oír, habríamos prestado más atención a este hombre que hasta ayer dejó pruebas de que se puede vivir con dignidad el tiempo que nos toque. La dignidad de Labordeta estaba basada en lo auténtico, y eso le dio seguridad a la hora de decir lo que quería, que siempre era lo que le daba la gana.
Nos dijo que llegará un día en el que veremos una tierra que ponga libertad; nos advertía de que ese día aún no había llegado, —quizá para él sí—, y llamó gilipollas a un diputado que gesticulaba con desprecio mientras él hablaba en su escaño. Otro día mandó a esa parte, —váyanse a la mierda, coño— a un grupo de diputados que no le dejaba hablar desde el atril del Congreso. Fue muchas veces lo que tantas otras los demás no hemos podido ser. Fue un hombre que colocó su dignidad por encima del miedo. Y lo cantó, y lo dijo, y lo repitió: con miedo no se puede vivir. Era un hombre y una guitarra; fue ciudadano amable y puro, y fue catedrático, escritor, poeta, periodista, guionista, presentador de televisión y editor. Y a todo le dio la impronta que hay en las cosas bien hechas. No iba a escribir sobre él, porque aunque sabía que estaba enfermo no tenía previsto que se muriera ayer. Iba a hacerlo sobre la última pirueta política de Zapatero apoyando la cruzada de Sarkozy contra los gitanos y despistando al PSOE en el Congreso. A la misma hora en que Zapatero le reía la gracia al francés los socialistas registraban en el Congreso una proposición no de ley contra tales deportaciones. ¡Qué voracidad la de Zapatero a la hora del engaño! Que termine engañando a los suyos es el colofón descarado de un dirigente que, quiero pensar, jamás tendría sitio en un poema de Labordeta. Si el presidente los leyera descubriría que sólo hay sitio para la verdad, la piedad y el amor. Ya no hay amor… La una menos diez… Huimos… Y huimos para siempre.
Felix Madero
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