Nunca se sabe bien cómo ni cuándo las cosas comienzan a torcerse, aunque al final se pueda concluir que basta con un pequeño grupo de irresponsables descerebrados para que todo eche a rodar. Si se añade el caldo de cultivo del desánimo que cunde en una sociedad como la americana, acuciada gravemente por incertidumbres económicas y por angustias bélicas, enfrentada por mitades en opciones políticas y desorientada ante las valorativas, tendremos el paisaje para que germine la «tormenta perfecta»: cristianos contra musulmanes, Islam contra Occidente, sociedades abiertas contra sociedades cerradas, el Dios de los unos contra el Dios de los otros. Y, claro, aprovechando la conmemoración, nueve años después, de un 11 de septiembre en el que un grupo de locos asesinos invocando el nombre del profeta acabaron con la vida de tres mil personas en las Torres Gemelas de Nueva York.
Cuando aparece en la televisión la rústica imagen del reverendo Terry Jones —homónimo, por cierto, del principal animador del grupo satírico «Monthy Pyton», que sarcástica coincidencia—, el espectador tiene la tentación de pellizcarse para despertar y llegar a la conclusión, triste por demás, de que el ramplón personaje no ha salido del falso realismo de un «Blair Witch Project» cualquiera sino que, con sus patillas de pistolero antañón y ojillos de tozudez alcohólica, ha conseguido galvanizar la opinión de medio mundo con su aberrante iniciativa: quemar públicamente el libro sagrado del Islam en represalia por la construcción de una mezquita en el lugar que ocuparon las Torres Gemelas.
Pero cuando el protagonista televisivo es el untuoso imán Feisal Abdul Rauf, urbanita de pro, animador de la llamada «Córdoba House» en las proximidades del «Ground Zero», y lanza su verborreica prédica a favor del diálogo interreligioso, la paz, la conciliación y otras lindezas del estilo, la conclusión es inevitable: tal para cual, impenitentes estúpidos ambos, incapaces de comprender y aceptar que la paz de los ánimos y de las conciencias no radica precisamente en el arrojo de materiales incendiarios sobre espíritus escocidos. ¿Tanto cuesta dejar de utilizar la religión en el debate público, al menos por un rato?
Dirán los que quieren llevar una contabilidad precisa de las culpas, como en las peleas de colegio, que el imán Rauf, que está evidentemente encantado de haberse conocido, empezó la trifulca al publicitar su peregrina idea de construir un centro islámico no lejos del lugar de la catástrofe. Y están en lo cierto. Podía haberlo construido en otro lugar de Manhattan —donde no escasean las mezquitas—. Podía haberlo hecho sin darle tres cuartos al pregonero —al fin y al cabo los rezos musulmanes tenían ya lugar en el edificio donde ahora se pretende construir la nueva estructura—. Podía haber evitado cualquier referencia al 11 de septiembre o subrayar el hecho de que la vecindad es relativa —el terreno se encuentra separado por dos manzanas del espacio sacrifical—. Pero todo ello chocaba frontalmente con su obsceno afán de protagonismo y con su hinchado deseo de aparecer como lo que muchos en el país y fuera de él consideran incompatible: portavoz y mesías del islamismo moderado. A la postre, si lo que pretendía es ofrecer al mundo un símbolo de paz y de reconciliación ha conseguido todo lo contrario. ¿Tan costoso le resultaría comprenderlo y llevarse los albañiles a otra parte?
¿Y qué decir del patético Jones convertido por un rato en detentador de la paz o de la guerra en el mundo, febrilmente cortejado por generales y ministros, objeto obsesivo del deseo de las televisiones y medios de comunicación de todo el planeta, incoherente portavoz de la locura marginal que en tiempos de tribulación permea los bordes putrefactos de la sociedad americana? Definitivamente algo se ha torcido en los intrincados recovecos de la psique colectiva cuando la conversación final se establece entre Rauf y Jones.
Y las cosas tienen ya mal remedio. Si Rauf acepta recolocar el edificio de la discordia, los fundamentalistas cristianos de Jones y compañía cantarán victoria y las fácilmente inflamables masas musulmanas encontrarán razón para manifestar —siempre violentamente— su descontento. Dará lo mismo que los coranes no hayan sido pasto de las llamas. Si por el contrario la malhadada «Córdoba House» sigue adelante, serán las mismas masas musulmanas las que canten victoria y manifiesten, también violentamente, su satisfacción, aunque la mezclen con la irritación que les produzca la contemplación del chamuscado texto. Reconozcámoslo: el daño ya está hecho. Y las consecuencias, predeterminadas. Los portavoces de Al Qaida ya están proclamando su satisfacción ante el rédito que piensan obtener de la polémica. Con independencia de su desenlace. Y desgraciadamente los embates sangrientos contra tropas americanas y occidentales que el general Petraeus teme si los coranes se queman tendrán lugar en cualquier caso. Los fundamentalistas de la barba, la chilaba y el kalasnikov están en guerra y cualquier pretexto, por mínimo que sea, resulta oportuno para incendiar los ánimos de los seguidores. Con su criminal imbecilidad Rauf y Jones, y los que en su estela y modelo se mueven, han contribuido al avivamiento del latente fuego de la discordia. Como diría el médico militar del «Puente sobre el Río Kwai» al contemplar la destrucción material y humana en que culmina la película, solo cabe repetir muy quedamente: «¡Qué locura!».
Y cabe también, aunque no sea tarea fácil ni corta, el trabajar sin descanso para que, en la imagen y modelo del cristianismo central, las sociedades islámicas acepten la secularidad, traducida en la separación de la iglesia y el estado, como la única vía para promover estabilidad y racionabilidad en unas sociedades hasta ahora conmovidas por las exigencias de los que, en nombre de la religión, practican políticas opresivas y deshumanizadoras. La libertad de religión, expresión, prensa, reunión y petición y su práctica efectiva, que figura en la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, y forma la columna vertebral de todas las constituciones democráticas en el ancho mundo, debería figurar como exigencia explícita en cualquier diálogo entre credos y civilizaciones. Cualquier otra aproximación no pasa de ser una pía y poética pieza de autoengaño y melancolía. Como, por cierto, resulta la evocación de la Córdoba califal. Seguramente Rauf no sabía lo que hacía al escoger el símbolo. O lo sabía muy bien. En cualquier caso, desafortunada y mal inspirada elección. ¡A estas alturas con los califas! Así estamos.
JAVIER RUPÉREZ (EMBAJADOR DE ESPAÑA)
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