Hay caudillos iberoamericanos que buscan el poder para endilgar sus inagotables peroratas a una ciudadanía indefensa. Charlatanes incontinentes que, en condiciones de normalidad democrática, serían acreedores a una camisa de fuerza —por insoportables—, se aferran al poder para gozar así de licencia para castigar a sus compatriotas con sus atorrantes disquisiciones. Hugo Chávez es uno de ellos. Amordaza a la oposición para que nadie interrumpa su inagotable caudal de majaderías. Aprovecha el poder en su mano para autoinvestirse astro de la radio y estrella de la tele. Y en su infinito monólogo acaba convenciéndose a sí mismo de la genialidad de su discurso, de su liderazgo providencial y de que nada hace más feliz a su pueblo que sufrir sus ocurrencias. Es un mecanismo de autosugestión: una fantasía verbalizada durante horas ante una audiencia indefensa acaba pareciendo una realidad incontrovertible. Castro y Chávez son dos perfectos ejemplos del atorrante caudillo iberoamericano, a quienes sus exuberantes sermones les sirven como psicotrópicos que les aislan de la ingrata realidad.
Así se permite Chávez el lujo de despilfarrar el caudal de riqueza del petróleo en tómbolas sociales y megalomanías internacionales. Nada de infraestructuras, proyectos de educación o creación de un tejido empresarial competitivo para que el país salga adelante. Cuando se seque el pozo del crudo y acabe la tómbola, los venezolanos volverán a ser tan pobres como antes. Nada de fomentar una cultura de civismo y tolerancia que ponga fin a una violencia cotidiana que se cobra más muertes que la guerra de Afganistán. Pero ahí está el infalible remedio de sus inagotable tabarra para autoconvencerse de que esos problemas no existen y que no hay más realidad que su charlatanería de fantasía.
Alberto Sotillo
www.abc.es
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