Nunca nos cansaremos de meditar sobre el abismo de misericordia que se manifiesta en la Parábola del hijo pródigo, pues podíamos incluso pensar que Dios es demasiado bueno, tanto, que no importa alejarse de Él, ya que siempre nos está esperando con los brazos abiertos. Esto es cierto, pero qué poco pensamos en el daño que nos hacemos a nosotros mismos cuando nos alejamos de la casa del Padre con el pretexto de una libertad mal entendida.
Una de las cosas más importantes de este texto evangélico es la capacidad que tiene el hijo de reflexionar sobre su pobre situación y la sinceridad de su deseo de volver cerca de su Padre. Esto es lo que nos toca a cada uno de nosotros, que nos vemos perfectamente reflejados en este personaje: saber reflexionar, es decir, mirar en nuestro interior y darnos cuenta que lejos de Dios no podemos estar nunca bien del todo y que malograríamos el final de nuestra existencia, pues fuimos creados para estar siempre con Él. Pero somos muy duros de corazón y nos cuesta reconocer que cambiamos el gozo sereno de la comunión con Dios por cualquier bagatela que se nos cruce en el camino.
En definitiva, el hijo pródigo hizo un ejercicio de honestidad interior, de sinceridad con su propia realidad, que es la clave para que la abundancia de la misericordia divina llegue a nuestro corazón. Sólo puede recibir el amor de Dios aquél que se conoce a sí mismo y es plenamente consciente de sus fragilidades y carencias. El soberbio cierra las puertas a Dios, no le necesita o, como mucho, se considera bueno porque es un fiel cumplidor de sus leyes, que es la tragedia del hermano mayor de la parábola. Por eso pidamos con insistencia al Espíritu Santo un verdadero conocimiento de nuestra pobreza, para que el amor de Dios llene cada día con más intensidad nuestra existencia y la de los demás.
Jesús Higueras
www.abc.es
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