Surcó el firmamento político como un cometa resplandeciente. De 1917 en adelante, captó la atención del mundo. Fue, qué duda cabe, el orador más brillante de la Revolución Rusa. Dirigió el Comité Militar Revolucionario que llevó a cabo el derrocamiento del gobierno provisional en octubre. Hizo más que nadie por fundar el Ejército Rojo. Pertenecía al Politburó y tuvo gran influencia en su estrategia política, económica y militar. |
Fue una figura principal durante los primeros años de la Internacional Comunista. El mundo entero atribuía a su colaboración con Vladimir Lenin el impacto de la Revolución de Octubre y, sin embargo, Lenin y él tuvieron sus más y sus menos. Antes de 1917, Trotski había sidfo un enemigo del bolchevismo, y muchos bolcheviques no se lo perdonaron jamás: cuando Lenin cayó en 1922 mortalmente enfermo, el resto del Politburó temió que Trotski se erigiera como su único sucesor. Las luchas entre las facciones que se sucedieron resultaron desastrosas para él: le deportaron de la URSS en 1929. Se le dio asilo político en Turquía, Francia, Noruega y México. Mientras, su análisis de lo que había fallado en el Estado soviético seguía teniendo una gran influencia en el exterior. Las organizaciones trotskistas surgían allí donde las condiciones políticas lo permitían. Stalin lo culpó de traicionar la Revolución de Octubre y lanzó acusaciones contra él en los juicios espectáculo de poder de 1936 a 1938. Ordenó a las agencias de inteligencia soviéticas que lo asesinaran. Lo lograron, en 1940.
Vivió la vida con una intensidad dramática y tuvo el mundo como escenario. La Revolución de Octubre cambió el curso de la historia, y Trotski jugó un papel prominente. Las políticas de izquierda se vieron afectadas en todos los países: los socialistas tuvieron que decidir entre apoyar u oponerse a lo que los bolcheviques estaban iniciando en Rusia. Los enemigos del socialismo no lo tuvieron más fácil: los gobiernos se las vieron y se las desearon para contrarrestar a la Internacional Comunista, y los partidos fascistas de extrema derecha entraron en acción para prevenir que el marxismo revolucionario consiguiera extenderse.
Trotski se sentía orgulloso de los logros obtenidos durante sus años en el poder. Se esforzaba en justificar las medidas revolucionarias del gobierno soviético, así como también la violencia empleada. Nada más ser nombrado comisario del pueblo se puso a redactar documentos y memorias que describían la actividad de los bolcheviques bajo la mejor luz posible. Sus trabajos se distribuyeron por todos los rincones de la URSS. Se traducían al instante y se vendían fuera del país en ediciones populares. Durante varios años fue un escritor de éxito, nadie dudaba de lo soberbio de su prosa y la brillantez de su análisis. Cuando le expulsaron de la Unión Soviética, sus abundantes escritos se convirtieron en el único medio para ganarse el sustento y mantener a su familia. Los socialistas anticomunistas y el gran número de comentaristas influyentes que detestaban el régimen de Stalin le tomaban muy en serio. Las explicaciones de Trotski sobre lo que había ocurrido desde la caída de la monarquía de los Románov en febrero de 1917 calaron e influyeron en los historiadores occidentales. Los libros de Trotski seguían reimprimiéndose. Su autobiografía tenía mucha prédica entre los lectores, ávidos de una descripción general de la Revolución de Octubre y sus consecuencias. Sus panfletos políticos eran muy apreciados por los comunistas críticos con el Kremlin.
Los trotskistas tuvieron algún peso –menor– en los asuntos políticos, aunque tras su muerte el movimiento hizo aguas. Con los disturbios estudiantiles de Europa y Norteamérica hubo un breve resurgimiento de sus ideas, pero aquello apenas duró un año. En la URSS siguió vilipendiado hasta que Gorbachov ordenó su rehabilitación política póstuma, en 1988. Entre tanto, los trotskistas de Occidente continuaban lastimeros, formando grupos que a menudo defendían ideas que le hubieran alarmado.
La elegancia de su prosa no explica del todo su influencia en el pensamiento histórico posterior. Al ser asesinado se convirtió en un mártir político y, a partir de ahí, muchos autores que de otro modo lo hubieran tratado con escepticismo le otorgaron el beneficio de la duda. También había algo más: Trotski les había proporcionado argumentos para desacreditar la reputación de Stalin y sus secuaces, y, para algunos escritores, lo más sencillo es adoptar como propias ideas ajenas sin reflexión mediante.
El caso es que Trotski se equivocó en muchos aspectos cruciales. Por ejemplo, Stalin no era ningún mediocre, sino un hombre excepcionalmente dotado y con un gran talento para el liderazgo. La estrategia de Trotski para lograr el avance del comunismo tenía muy poco que ofrecer a la hora de prevenir la creación de un régimen opresor. Sus ideas y prácticas proporcionaron diversas piedras fundacionales para la erección del edificio estalinista en sus vertientes política, económica e incluso cultural. Lo cierto es que Stalin, Trotski y Lenin coincidían en muchas cosas y discrepaban en pocas. Y la acusación de que Stalin era un archiburócrata no deja de resultar paradójica viniendo de quien, como él, había disfrutado de una autoridad administrativa sin límites en sus años de mayor influencia. Ni siquiera se sostiene la afirmación de Trotski de que Stalin no movió un dedo a la hora de ayudar a los comunistas extranjeros que pretendían hacerse con el poder en sus respectivos países. Además, en el caso de que el comunismo hubiese triunfado en Alemania, Francia o España en los año de entreguerras, sus abanderados difícilmente habrían podido retener el poder... e incluso, si Trotski hubiese sido el líder en lugar de Stalin, los riesgos de un baño de sangre en Europa se habrían incrementado de forma drástica. Trotski se enorgullecía de su habilidad para juzgar los asuntos soviéticos e internacionales con realismo. Pero se engañaba. Sus ideas preconcebidas le impedían entender la dinámica de la geopolítica contemporánea. (Esto no quiere decir que Stalin no fallara a lo grande en sus predicciones). Lo cierto es que, gobernara quien gobernara la URSS, tenía la necesidad de recurrir a métodos autoritarios para conservar el poder comunista.
A Trotski se le tiene por alguien con cualidades muy distintas a las de Stalin. Cierto es que éste cometió monstruosidades que tan sólo unos cuantos dictadores del siglo XX han logrado emular, pero Trotski tampoco era ningún ángel. Durante la guerra civil apenas se molestó en ocultar su gusto por la dictadura y el terror. Pisoteó los derechos civiles de millones de personas, obreros industriales incluidos. Su autocomplacencia no tenía límites. Como marido trató pésimamente a su primera mujer. Ignoró las necesidades de sus hijos, en especial cuando había intereses políticos de por medio. Esto tuvo consecuencias catastróficas incluso para los que entre ellos se mantuvieron al margen de la vida pública soviética... Y a su hijo Lev, que le siguió en el exilio, colaborar con su padre probablemente le costó la vida.
Aun así, Trotski tenía muchas, muchas virtudes. Es un personaje fascinante. De nada sirve pretender que se le puede reducir a un tamaño normal y mostrarlo tal cual, como uno más. De modo que el reto es éste: ¿cómo hacer para valorarlo en su justa medida? Podía desarmarnos con su franqueza, pero luego se guardaba varios ases en la manga en su autobiografía o a la hora de editar y seleccionar documentos. El propósito de este libro es desenterrar lo que hay de oculto en su vida. El carácter y la trayectoria de Trotski no carecen de complejidad. Como ocurre con todos los líderes de la Revolución de Octubre, la evidencia se muestra inicialmente en las obras –sus libros, artículos y discursos– que publicó en vida. Trotski sintió que algunas de ellas le resultaban molestas a medida que cambiaban sus intereses políticos. Pero incluso si examinamos todas estas obras, la investigación no puede detenerse aquí, porque tratan sólo de sus grandes objetivos, sin esclarecer en todo caso sus propósitos personales o sectarios en un momento dado. Como político en activo no siempre podía permitirse explicar lo que andaba tramando. De modo que las cartas, los telegramas y otros mensajes ofrecen una vía de entrada más a su pensamiento. Incluso entonces, el mensaje implícito podía resultar a menudo un objeto demasiado trabajado. Para entender cuáles eran sus planes es preciso sumergirse en los borradores de cuanto escribió.
De todos modos, tampoco debemos permitir que lo que nos legó por escrito pase por ser su historia al completo. A veces, una vida se reconstruye mejor a partir de residuos que supondríamos triviales que cuando nos basamos en las grandes manifestaciones públicas de cualquier personaje: el estilo de vida, el sueldo, el alojamiento, las relaciones familiares, los gestos y las opiniones corrientes y diarias sobre el resto de la humanidad. En el caso de Trotski, lo trivial abunda poco en su autobiografía, pero hay mucha información disponible en las cartas, las notas que escribía y lo que sus asociados –desde esposas e hijos hasta traductores y relaciones esporádicas– recordaban de él. Como ocurre con Lenin y Stalin, aquello sobre lo que Trotski guardaba silencio será tan elocuente como lo que se ofrecía a explicar o a escribir. Sus opiniones nunca expresadas formaban parte intrínseca de la amalgama que fue su vida.
Odiaba tirar nada a la basura. Atiborraba sus archivadores con billetes de tren picados, pasaportes caducados, fragmentos no publicados de memorias y fotografías de los alojamientos que alquilaba. En una ocasión, reprendió a su sufrido traductor Max Eastman por estrujar la carta de una mujer de Ohio, Estados Unidos, a pesar de que no tenía intención alguna de contestarla. Por tanto, el material de este tipo abunda. Para mí fue un placer desenrollar su manuscrito original de la historia de la Revolución Rusa que tan pacientemente él, Trotski, había encolado, página a página, en rollos de la medida de un capítulo. Los arqueólogos que desenterraron los papiros de los desiertos egipcios debieron de experimentar el mismo hormigueo... y eso que Trotski no era ningún antiguo sacerdote o comerciante, sino un revolucionario del siglo XX que disponía de papel recién salido de la fábrica y de su propio mecanógrafo. El contacto con esta excentricidad –un manuscrito enrollado– me ayudó a intuir, por decirlo de alguna manera, su manera de vivir y de trabajar. Las películas de sus discursos prueban que, como sus contemporáneos atestiguan, era un orador soberbio. Las cartas de amor a sus dos esposas nos ofrecen muestras de su naturaleza apasionada. Asimismo, los borradores de sus escritos, sobre todo su deslumbrante autobiografía, muestran a un escritor eficaz, elocuente y escrupuloso: por lo general, cuando corregía un texto lo hacía sólo con el objeto de prevenir repercusiones de índole política o social, no por cuestiones estilísticas.
Tenía, por otra parte, una caligrafía diáfana. La bonita libretita de direcciones que mantenía en su exilio interno soviético en Alma Atá en 1928 confirma lo cuidadoso y bien organizado que era. En verdad tenía poco de conspirador, pero de cuando en cuando intentaba corregir este defecto, como demuestra la copia del diario publicado de Alexandr Blok en el que utilizaba la tinta simpática para anotar instrucciones destinadas a sus seguidores. Y luego está el libro de marxismo y filosofía de su antiguo seguidor Sidney Hook: las exclamaciones que garabateó en sus márgenes son testimonio de sus airadas pretensiones de superioridad moral y de autocomplacencia intelectual. Igualmente destacables son los centenares de cartas que envió a los trotskistas de docenas de países, haciendo uso de una sorprendente alternancia de seudónimos (Viejo, Quid, Onken, Tío León, Vidal y Lund): se necesita una memoria bien adiestrada para mantener una gama tan amplia de identidades. Todo ello delata que Trotski fue alguien fuera de lo común, tanto en los grandes como en los pequeños asuntos.
Fue, como todos, alguien irrepetible. Trotski no podría volver a surgir entre nosotros por una razón obvia, y es que el mundo ha cambiado demasiado. Un cometa político de semejante brillo tendría una trayectoria y un núcleo diferentes. No olvidemos la época y el entorno en que vivió: nació en una generación conocida por su radicalismo revolucionario en el Imperio ruso y ascendió hasta posiciones prominentes en el seno de un partido que tomó el poder en octubre de 1917, y que proclamó su intención de volver al mundo del revés. A excepción de Lenin, Trotski hizo más que nadie para construir el Estado soviético en los primeros cinco años de su existencia. Y eso que no poseía facultades sobrehumanas. Él y sus camaradas se beneficiaron de vivir en un tiempo turbulento marcado por profundos trastornos sociales: eso es todo, de otro modo jamás habrían sido capaces de alcanzar y consolidar su hegemonía en Rusia. Y una vez ganada la guerra civil siguieron enfrentándose a enormes dificultades: la administración y la economía eran caóticas; la hostilidad al comunismo, generalizada; el mismo partido comunista no era un juguete en manos de la autoridad central... había que manejarlo con muchísimo tacto. Durante un tiempo, al comienzo de la década de 1920, Trotski se comportó como si las limitaciones no existieran para los comunistas, siempre y cuando demostraran la fuerza de voluntad, la unidad y la disposición suficientes para usar la violencia sin ningún reparo. Poco a poco empezó a vislumbrar que esto era utópico, pero nunca abandonó del todo ese iluso programa que se había impuesto a sí mismo y al partido. Vivía para ejemplificar un sueño, y ese sueño era la personificación de la pesadilla de mucha gente.
NOTA: Este texto está tomado de la introducción del libro de ROBERT SERVICE TROTSKI. UNA BIOGRAFÍA, que acaba de publicar Ediciones B.
Robert Service
http://libros.libertaddigital.com
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