Me ha remitido Alejandro Macarrón Larumbe su estudio El suicidio demográfico de España, que publicará en breve, según espero, pues se trata de un problema gravísimo del que se habla muy poco. |
El suicidio demográfico de España es un estudio sólido, repleto de datos, sobre una cuestión de la mayor relevancia y de la que nuestros políticos e intelectuales prefieren no decir palabra. En definitiva: la población española está estancada o en retroceso (en 18 provincias muere más gente de la que nace, y en el resto están prácticamente a la par). Esto significa que cada vez hay menos jóvenes y más viejos, esto es, aumenta la proporción de personas que ya no están en edad de producir... pero que sí deben consumir, obligadamente, más atención médica, generalmente cara o muy cara, aparte de las pensiones..., mientras disminuye la proporción de aquellos que se encuentran en las mejores edades productivas. Ello tiene, entre otros efectos, una dificultad creciente para el sostenimiento de la Seguridad Social. La perspectiva empeora porque, según encuestas, pocos jóvenes demuestran tener ambición, querer ser emprendedores, predominando entre ellos, muy ampliamente, el deseo de hacerse funcionario, sin que les preocupen demasiado las implicaciones sociales y económicas de su aspiración.
La impresión que deja el estudio no es para hacer fiestas: vamos rápidamente hacia una sociedad envejecida, incluso decrépita, en la que los típicos impulsos juveniles que revitalizan la sociedad dan paso a un pedestre hedonismo de baratillo, que recuerda aquel capítulo del Satiricón que se desarrolla en una ciudad compuesta de viejos sin descendencia y de jóvenes a la caza de sus herencias. Recuerda alguna de las épocas decadentes de Roma (hubo varias, aparte de la definitiva) o del helenismo.
Son muchas las reflexiones a que anima un informe tan documentado, pero aquí mencionaré ante todo el fenómeno de la inmigración. Aparentemente, ésta ha contribuido a solucionar muchos problemas causados por la escasa afición procreadora de los españoles: llegaron millones de personas en su mejor edad productiva, que permitían mantener la Seguridad Social, impulsaban la economía ampliando la demanda en todos los ámbitos (vivienda, comida, ropa, automóvil, etc.) y ocupaban los puestos de trabajo que los españoles rechazaban (los rechazaban con salarios bajos y a menudo sin Seguridad Social, se entiende). De ahí la paradoja de estos años: una expansión constante de los puestos de trabajo y, al mismo tiempo, un alto índice de desempleo, que con la crisis se ha disparado.
Por otra parte, no debe considerarse la inmigración como un todo indiferenciado. No es igual la originaria de otros países europeos, o de Hispanoamérica, de culturas muy similares a la nuestra, y por ello de fácil integración, que la procedente de otras civilizaciones, y en particular de la islámica. Hace bastantes años lamentaba el dirigente argelino Ben Bella que España pudiera acoger a inmigrantes polacos antes que a los magrebíes o a los árabes, manejando el supuesto de que la sociedad hispana es mucho más afín a estos que a aquellos. Pero nada podría ser más falso. Nuestro contacto con el África de cultura islámica ha sido mucho mayor que el que hemos tenido con Polonia, ciertamente, pero ha sido básicamente un contacto de lucha y oposición radical. Polonia, aunque lejos físicamente, pertenece a nuestro ámbito cultural y religioso; Incluso su idioma, por extraño que nos resulte, comparte unas mismas raíces indoeuropeas con el nuestro, mucho más distante del árabe o de las lenguas magrebíes.
Sea como fuere, hay, sobre todo, un dato del que hemos sido prevenidos –entre otros– por el ex presidente argelino Huari Bumedién, a quien cita Macarrón en su estudio: los musulmanes, o muchos de ellos, no vienen a Europa como amigos, sino en plan de conquista:
La conquistarán poblándola con sus hijos. Será el vientre de nuestras mujeres el que nos dé la victoria.
Un designio éste a largo plazo, pero que ya ha causado graves complicaciones en países como Holanda, Francia, Dinamarca o España, en forma de un terrorismo y unas amenazas que han hecho retroceder las libertades. Parece no haber en Europa mucho deseo de defenderlas cuando sus enemigos muestran disposición a emplear medios drásticos.
El caso de España es mucho más particular: es el único país eurooccidental con frontera con el mundo islámico, y su territorio, o gran parte de él, estuvo invadido y ocupado durante siglos por Al Ándalus o los imperios magrebíes. Para una proporción muy alta de los musulmanes, España debe volver a ser Al Ándalus, si Alá lo permite. ¿Y por qué no había de permitirlo? Ellos ven a nuestro país débil y decadente.
Una política realista y defensora de nuestra cultura e identidad debiera tener presente este problema, que se agravará necesariamente. Pero ocurre que nuestros políticos hacen exactamente lo contrario: fomentan una inmigración que los dirigentes islámicos, los terroristas y muchos musulmanes de a pie consideran una invasión, pacífica de momento, aunque ya con abundantes episodios de terrorismo.
Pío Moa
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