Citábamos el otro día de pasada un libro que nos gustaría recomendar encarecidamente. Se titula El genocidio censurado, y lo acaba de publicar Ediciones Cristiandad; su autor, Antonio Socci, es un polemista brioso, capaz de resucitar en el lector ese fondo de humanidad sepultada sobre el que se ha erigido el crimen más multitudinario y silenciado de nuestro tiempo. Nos estamos refiriendo, claro está, al aborto, de tan triste actualidad en nuestro país, convertido -como escribió en alguna ocasión Ruiz Quintano con su característico sarcasmo- en «reserva abortista de Occidente». El mayor genocidio del siglo XX -nos recuerda Socci- no ha sido perpetrado en ninguna guerra, tampoco en los gulags ni en los campos de exterminio que florecieron al socaire de los regímenes totalitarios; el mayor genocidio del siglo XX -y de los que llevamos de siglo XXI- se ha perpetrado en las aseadas democracias occidentales, ante la mirada impávida o indiferente de sociedades que presumen de compasivas y defensoras a ultranza de los derechos humanos. Mil millones de víctimas inocentes es la cifra que propone Socci como saldo de ese genocidio; y probablemente se haya quedado corto. Pero lo más escalofriante de este crimen innumerable no es la cantidad, sino el silencio aquiescente o cómplice con que las sociedades denominadas democráticas lo aceptan. Porque el aborto, esa barbarie industrial por la que algún día seremos juzgados, es también el último tabú del que nadie se atreve a hablar. Resulta inquietante y perturbador que una época como la nuestra, que se jacta de exponerlo todo a la luz, que no tiene empacho en penetrar en las más recónditas intimidades, que no hace ascos a la exhibición gratuita de violencias, que con obscenidad casi pornográfica nos bombardea visualmente con los más variopintos horrores, sin embargo haya decidido encubrir este genocidio, prohibiéndonos mirar a los ojos a esos pequeños que son expeditivamente tachados del libro de la vida.
En algún pasaje de su ensayo, Socci recoge las palabras de Norberto Bobbio, el gran jurista y filósofo turinés, a quien nadie podrá acusar de complacencia con las tesis católicas, sobre el aborto: «Hay tres derechos. El primero, el del concebido, es fundamental. Los demás, el de la mujer y el de la sociedad, son derivados. Además, y para mí esto es el punto central, el derecho de la mujer y el de la sociedad, que son de ordinario adoptados para justificar el aborto, pueden ser satisfechos sin recurrir al aborto, es decir, evitando la concepción. Una vez ocurrida la concepción, el derecho del concebido solamente puede ser satisfecho dejándolo nacer. (...) Me sorprende que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar». Y Pier Paolo Pasolini escribió: «Soy contrario a la legalización del aborto porque la considero una legalización del homicidio. Que la vida humana sea sagrada es obvio: es un principio más fuerte que cualquier principio de la democracia». Glosando a Pasolini, podríamos preguntarnos si una sociedad que no considera sagrada la vida humana puede calificarse de democrática.
¿Se puede seguir esgrimiendo seriamente que una vida gestante es un «amasijo de células», como le dijeron en el abortorio a la joven María de la Cuesta, cuyo testimonio recogía ayer ABC en un hermosísimo reportaje de Domingo Pérez? ¿Se puede decir sin rebozo que esa vida gestante vale lo mismo que un pelo o un diente o una uña? ¿Es una mera cosa de la que podemos disponer a nuestro antojo o es uno de nosotros? Esta es la pregunta que nuestra época no se atreve a responder, porque ha dejado de ser humana. Hubo un tiempo, allá en el corazón de las tinieblas, en que los niños eran entregados a Moloch en sacrificio; pero, de repente, ocurrió algo, un cambio absolutamente revolucionario que Socci resume así: «Por primera vez en la historia se difundió el sentimiento y la certeza de que todo ser humano es sagrado e intocable, que ningún poder puede disponer de su vida o de su dignidad. Este es el fundamento ético de la libertad y de la democracia tal como la conocemos». Y el aborto es una vuelta al corazón de las tinieblas, es una negación de la conquista humana más esencial e irrenunciable. No dejen de leer este vibrante ensayo de Antonio Socci.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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