domingo, 6 de janeiro de 2008

Rey de todos: un aniversario feliz

Quienes vivimos la guerra civil desde el dolor de una España en el que se fundía nuestro dolor personal —porque no podíamos identificarnos con aquella expresión tan repetida entonces, «España y anti-España»: a nuestros ojos sólo había una España desgarrada según los términos con que el general De Gaulle definiría con precisión andando los años: «todas las guerras son lamentables... pero las guerras civiles lo son mucho más, porque en ellas la paz no llega cuando las armas callan»— intuíamos ya como única solución posible a aquel terrible desgarramiento la restauración de una Monarquía, que por definición suponía integración; y que asumía la suprema virtud de haber preferido, en 1931, el exilio al enfrentamiento entre los españoles.

El nacimiento —en 1938— del Príncipe Juan Carlos revistió providencialmente para nosotros el carácter de un símbolo: porque junto a lo que encarnaba, como cauce de legitimidad histórica y de unidad —frente al terrible desgarramiento cainita que estábamos viviendo—, estaba el hecho de su inocencia absoluta respecto a todo cuanto nos había llevado al desastre.

Aunque era indiscutible, a nuestros ojos, que sólo Don Juan, el Conde de Barcelona, podía asumir una auténtica reconciliación —tal como la veía, en su exilio romano, su padre el Rey Alfonso XIII—, el Príncipe recién nacido tenía una ventaja indiscutible frente a uno y otro: había venido al mundo al margen de los odios y las confrontaciones abiertas desde 1931.

El papel de Victoria Eugenia

Así lo entendía la propia Reina Victoria Eugenia, que no pisaba España desde aquel año fatídico, y que volvió a la que fuera su patria de adopción para amadrinar al recién nacido Príncipe Felipe. Ella, asumiendo de nuevo plenamente —y con la majestad incontrastable que siempre había caracterizado a su persona— el papel de Reina, se las arregló —según ella misma relataría, esa misma noche, al duque de Alba, en cuyo madrileño palacio de Liria se alojaba—, ya efectuado el bautizo, para mantener, por breves instantes, una entrevista privada con el general —de cuyas bodas, por cierto, había sido asimismo madrina, muchos años antes—. Si existía una persona en la tierra ante la cual «el invicto» se sentía obligado a inclinarse, esa persona era la que en otro tiempo fue su venerada Reina.

«Decida usted, general»

Cuando le tuvo ante ella, Doña Victoria le interpeló: «Posiblemente esta será nuestra última entrevista. Necesito dejar las cosas claras. Ya son tres, general: decida usted». Para la Reina, en efecto, la dinastía prevalecía sobre las personas: convicción que compartía con su difunto marido, Alfonso XIII. Franco se conmovió hasta las lágrimas —como es sabido, el invicto era muy propenso a ellas—, y aseguró a la Reina que cumpliría su voluntad.

Doña Victoria falleció antes de que la promesa que obtuvo del general hubiera tenido cumplimiento: pero en ese mismo año —1969— designaría Franco solemnemente como futuro Rey —y, según sus presunciones, continuador de su régimen— a Don Juan Carlos de Borbón y Borbón. Al menos, con esta diferida y meditada decisión, acertó plenamente: porque, encarnando en su persona la legitimidad inherente a su linaje, el Príncipe era totalmente ajeno a la terrible conflagración entre hermanos que España acababa de vivir: estaba en perfectas condiciones para encarnar una paz auténtica —una reconciliación— y un nuevo camino.

De la prudencia y eficacia con que, ya Rey, acertó a trazar y seguir ese nuevo camino —que de hecho era una vuelta al camino real, el que había definido nuestra historia multisecular, en tiempos de gloria y en tiempos de tragedia— somos testigos cuantos hemos vivido la prodigiosa empresa que, según la expresión de Julián Marías , supuso «la devolución de España a los españoles».

Por encima de facciones

Don Juan Carlos ha sabido ser, desde su acceso al trono de sus mayores, cauce y garantía de la libertad, de la seguridad, de la apertura al mundo libre, para nuestra asendereada patria; esto es, ha sabido asumir de manera insuperable todas las virtudes inherentes a la monarquía: por definición, la mejor garante de la libertad para todos, ya que está al margen y por encima de partidos y facciones, y sólo se mueve por amor a la patria común: que también en nombre de todos puede hacer frente a los retos de la selva, si ello es preciso.

Pidamos a Dios que por muchos años nos sea posible celebrar el aniversario que ahora se cumple.

Carlos Seco Serrano
Catedrático de Historia General de España en la Universidad de Barcelona y de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

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