Recientemente la TV nos transmitió el acto de toma de posesión de la nueva presidenta de la República Argentina. Fue un juramento de estilo clásico, con expresas invocaciones a la protección de Dios. Pocos días después pudimos contemplar, también en las pantallas de la televisión, la llegada a La Meca de centenares de miles de peregrinos de la religión islámica. Y en las páginas del espléndido libro de Francis S. Collins, titulado «¿Cómo habla Dios?», el famoso médico genetista, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica, nos relata una escena en la Casa Blanca de Washington donde el presidente Clinton pronunció las siguientes palabras: «Hoy estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida. Estamos llenándonos aún más de asombro por la complejidad, la belleza y la maravilla del más divino y sagrado regalo de Dios».
Fue el momento de la entrega oficial del primer mapa del genoma humano, cuando apenas habían transcurrido seis meses del inicio del nuevo milenio.
¿Puede afirmarse, no obstante estos testimonios, que en el siglo XXI la religión ha desaparecido del comportamiento de los seres humanos? ¿Nos hallamos, acaso, en una sociedad de descreídos? ¿No asistimos, por el contrario, a un renacimiento del sentimiento religioso?
En España son relativamente frecuentes las opiniones enmarcadas por lo que sucede en Francia, nuestra vecina del norte. Allí, al otro lado de los Pirineos, se ha oficializado el Estado laico. (Un laicismo ciertamente flexible, según la interpretación de Carbonnier). Pero flexible o rígido es un caso raro en el panorama mundial, donde son numerosos los Estados confesionales y donde también abundan los simplemente aconfesionales, que es la receta adoptada por la Constitución Española de 1978.
El debate público sobre el valor de lo religioso resulta bastante confuso entre nosotros. Algunos emplean la palabra «laicidad», que no figura en el Diccionario de la Real Academia Española. La influencia francesa es determinante. Nuestro Diccionario, en cambio, acoge el término «laicismo», entendido como «la doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa».
Sin embargo se advierten diferencias entre quienes se pronuncian a favor del laicismo. Para unos el laicismo es pura neutralidad del Estado ante el hecho religioso, mientras que para otros el laicismo comporta una actitud de enfrentamiento a las Iglesias, en España la beligerancia contra la Iglesia Católica. Sería el «laicismo radical» que a veces menciona el cardenal Rouco Varela.
En este ambiente de ideas poco claras hay que recordar lo que se proclama en el artículo 16.3 de la Constitución: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».
El texto es inequívoco. No se niega la existencia de valores religiosos en el pueblo español. Y no se propugna un enfrentamiento de los poderes públicos con las distintas confesiones, sino la cooperación con las Iglesias, haciendo una expresa referencia a la Iglesia Católica, dada su preeminencia indiscutible, tanto en el ayer como en el hoy del pueblo español.
El nuestro no es un Estado laico, sino aconfesional, que encaja perfectamente en el panorama mundial. En este paisaje ecuménico se ha producido una reaparición pujante de las fuerzas político-religiosas, de forma especial a partir de 1977, fecha de la revolución iraniana.
Se ha modificado lo que fue el mundo en la primera mitad del siglo XX. Hemos asistido ahora a la debilitación de las utopías y a la caída del imperialismo soviético. El 11 de septiembre del año 2001 es una fecha simbólica para describir el doloroso enfrentamiento de las democracias occidentales y el mundo árabe-musulmán. Y motivos religiosos anidan en la rivalidad entre India y Pakistán, así como en los permanentes conflictos bélicos del Próximo Oriente.
Se llega a la convicción de que bajo el escombro de las utopías los pueblos redescubren que la religión es la pasión más fuerte: religión y nacionalismo. Empieza a valorarse lo que un pensador se atrevió a pronosticar hace más de cincuenta años: «El siglo XXI será religioso o no será».
Pero no es sólo en tierras lejanas donde el laicismo se debilita o desaparece. No debemos olvidar que el anglicanismo en Inglaterra y el prebisterianismo en Escocia son Iglesias establecidas, al tiempo que en Dinamarca el luteranismo es la religión del Estado. El profesor belga Guy Haarscher insiste en esto.
Una consideración especial hay que hacer sobre lo que sucede en los Estados Unidos de América. Allí se aprecia y respeta el muro de separación entre la acción estatal y la conciencia personal. La doctrina de Jefferson sigue vigente, así como la Primera Enmienda a la Constitución: «El Congreso no podrá aprobar ninguna ley conducente al establecimiento de religión alguna, ni a prohibir el ejercicio de ninguna de ellas...»
La presencia de Dios, sin embargo, es constante en las manifestaciones oficiales norteamericanas. Antes recordé las palabras de Clinton en la presentación pública del mapa del genoma humano. Y cualquier asistente a los actos políticos más relevantes de aquella República tiene la oportunidad de recibir la bendición de los representantes de la media docena de las Iglesias de presencia destacada.
En una caracterización global de cuanto tenemos delante diríamos que los Estados son a veces laicos, pero las sociedades que ellos organizan son religiosas.
Nos sirve esta caracterización para los Estados Unidos y para otros Estados del mundo actual. Si en el siglo XX se definía el momento de los pueblos con la presencia en ellos de una «lucha de clases», convertida en motor de la historia, en el siglo XXI no es tal enfrentamiento el que puede definir la situación, sino que la conflictividad entre las confesiones religiosas impulsan los movimientos -a veces armados- de los pueblos.
No es el laicismo, en suma, la doctrina predominante en el siglo XXI. Menos aún ese laicismo radical que, en España, algunos intentan instaurar.
Manuel Jiménez de Parga,
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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