Supongo que nadie podrá enumerar con precisión el caudal de recuerdos que en el día de hoy, al celebrar familiarmente sus cuarenta años de vida, pasarán por la mente de Don Felipe de Borbón y Grecia, Heredero de la Corona. Es posible que ni su propia persona. Puede que el regocijo familiar lo dificulte. Y puede también que el mismo capricho de aparecer y desaparecer que el ayer, lo pasado, somete a cualquier persona, impida la exactitud de la empresa. Pero ahí, en la distancia y en la objetividad ajenas a la legítima pasión que el interesado experimenta, se puede encontrar el análisis de lo ocurrido.
Y en esa línea, acaso lo primero a resaltar sea la suerte que el Príncipe tuvo por el momento de venir al mundo en la España de fines de los sesenta. Atrás, bastante atrás, habían quedado en el tiempo (aunque sin duda no en el sentimiento) los hechos cruciales de la primera mitad del siglo XX que tanto van a seguir pesando en nuestra andadura como nación y que supongo que el Príncipe conoce a fondo por sus estudios o lecturas: la caída del reinado de su antecesor Alfonso XIII, con sus múltiples secuelas, la llegada y crisis de la II República, la tragedia de nuestra última guerra civil y todo un largo tramo del régimen instaurado por el general Franco. Y su objetivo conocimiento me parece imprescindible para cualquier español que asuma algún tipo de responsabilidad política porque, de una forma u otra, todo ese tracto está histórica e ideológicamente bien unido y hasta constituye un necesario punto de arranque para entender plenamente el presente. No. Por mucho que «algunos expertos» se empeñen, España no ha nacido con la Constitución de 1978. El análisis de nuestro siglo anterior puebla numerosas bibliotecas dentro y fuera de nuestras fronteras. Y va de suyo que conocer es en este caso también asumir y superar. ¡Allá la responsabilidad histórica de quienes se empeñan en lo contrario resucitando divisiones y rencores!
La España de los ahora llamados «felices sesenta» ya no conoce la escasez, el racionamiento, ni la continua movilización. Tampoco el aislamiento, ni la imperiosa vigilia internacional. La suerte trae al mundo al Príncipe en el pleno auge de lo que de verdad interesaba ya al franquismo (que, por cierto, es una mentalidad generalizada y no únicamente una persona): la apatía propia de los regímenes autoritarios y la aceptación inquebrantable de un Caudillo con poder vitalicio. Por supuesto que con sectores que aspiraban a libertades inexistentes y por supuesto, igualmente, con la represión de quienes públicamente lo manifestaban de una u otra forma. Y los exilios exterior e interior. Y las tristes consecuencias que sufrieron los contendientes. No intentamos justificar nada. Únicamente recordar sin ira.
La España de los sesenta ha conocido ya el desarrollo y el titulado «milagro económico». El turismo nos había elegido como lugar preferente y con el turismo vinieron muchas más cosas. El español de entonces podía ya permitirse el pequeño veraneo, disfrutar del «seilla» y lograr que sus hijos accedieran a una Universidad que conoce pronto la masificación. Nadie obligaba a apuntarse a nada y las camisas podían tener el color que se quisiera. Y en las alturas gubernamentales, una derecha tecnocrática que, sin olvidar la lealtad a Franco, moderniza al país, comienza a mirar a Europa y... muestra bien pronto su confianza en el también Príncipe llamado Juan Carlos. Dejo a la que supongo intimidad familiar cuanto el actual Rey haya narrado al actual Heredero sobre sus nada fáciles relaciones, tanto con la persona de Franco cuanto con su padre Don Juan. Sacrificio hubo por doquier y mucho queda todavía por saber.
Pero cuando el feliz nacimiento ocurre, hacía ya años (1947) que el mismo Franco, en la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, y por las razones que fuere, había declarado que España, de acuerdo con su tradición, se declaraba «constituida en Reino». Y en el posterior desarrollo legislativo, de aquí se partiría siempre. Ciertamente se habló siempre de «instauración» y no de «restauración», con lo que se aspiraba tanto a desear un nuevo estilo de Monarquía, cuanto a esfumar las aspiraciones del asentado en Estoril. Los indicios se fueron afianzando en el proceso educativo de Don Juan Carlos. Y justamente un año después del nacimiento que comentamos, exactamente el 22 de julio de 1969, Franco le proclama como sucesor a título de Rey. Al día siguiente, Don Juan Carlos de Borbón jura todo lo jurable como sucesor ante el pleno de las Cortes.
Se había dado el gran paso. Pero quedaba el principio legitimador de toda Monarquía: el origen dinástico. Dos días después de fallecer Franco, el nuevo Rey asume la Jefatura del Estado y proclama que quiere ser el Rey de «todos los españoles». De vencedores y vencidos de antaño. De los de dentro y de los que podían volver. Las piezas de un gran proceso terminan con dos acontecimientos definitivos: la abdicación de Don Juan y la aprobación en referéndum del pueblo español de una Constitución en la que se establecía una Monarquía Parlamentaria. Un Rey que no gobernaba, pero que unía. Que no mandaba, pero que estaba llamado a moderar.
Todo lo anterior y algunas cosas más las ha recibido Don Felipe de Borbón. Es su caudal heredado. Que no es un caudal «democrático», sencillamente porque el principio legitimador de la Monarquía no es el sufragio universal. Como no lo es en el ascenso a general de división, obispo de una Diócesis, catedrático de Universidad o equipo campeón de la Liga. La democracia tiene su ámbito muy concreto y, muy posiblemente, romper ese ámbito (algo que presumo está ocurriendo en los momentos actuales) significa caer en la demagogia final. No hay que olvidar la meritocracia, la disciplina, la antigüedad o la fe. Cada cosa en su sitio, que diría el castizo.
Quien hoy cumple cuarenta años posiblemente pase a la historia como el heredero mejor preparado académicamente de la Monarquía española. Y resulta tan peligroso como absurdo lanzarle eso de «ser juancarlista, pero no monárquico» antes, bastante antes de que haya llegado su hora de reinar. ¿En virtud de qué? La labor hasta ahora desarrollada por iniciativa propia o por indicación del Rey, no puede ser más loable, ni más intensa. En su cumpleaños cada uno puede pedirle algo más, pero no negar sus méritos. En mi opinión, que lo antes posible ejerciera alguna función de mando en nuestro Ejército. De la forma más asequible, pero sabiendo que eso es beneficioso para su presente y para su futuro. Y algo más. El conocimiento directo de la problemática de los distintos sectores del país (médicos, empresarios, profesores, obreros, artistas, etc.) de forma habitual y mediante reuniones en las que oiga los auténticos problemas, sin ningún tipo de mediación. Si así lo hiciera, la felicitación de hoy sería doble. Sobre todo si, en su día, también se propone ser Rey de todos los españoles.
Manuel Ramírez
Catedrático de Derecho Político
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