Al ornitólogo avezado incluso la majestad del vuelo del águila acaba por parecerle anodina. Ocurre con acontecimientos como el derrocamiento del Muro de Berlín porque desde entonces la Historia, al acelerarse, ha miniaturizado algo que fue gesta histórica. Hace veinte años, en noviembre de 1989, era derribado el muro de Berlín sin necesidad de disparar un solo tiro. Lo había construido el comunismo de la Alemania Oriental en agosto de 1961 para atajar el incremento exponencial de quienes «votaban con los pies» yéndose a la Alemania Occidental. Durante casi tres décadas, el muro de Berlín simbolizó de la forma más amarga lo que era la guerra fría y la naturaleza totalitaria de un mal capaz de dividir una ciudad y una nación en dos para perpetuarse impidiendo la libertad. Era un retrato trágico de la Europa que ya había pasado por dos guerras y vivía una confrontación larvada, de una parte amparada por los Estados Unidos y por otra sojuzgada por la Unión Soviética. Era el horizonte opaco del desierto de los tártaros, con la todopoderosa «Stasi», la «nomenklatura», el KGB, el Gulag, la psiquiatría para disidentes y la presencia final de Gorbachov.
En aquellos días, un «putsch» interno derroca a Erich Honecker, sempiterno presidente de la República Democrática Alemana, un dogmático del sovietismo y anfitrión de todos los terrorismos internacionales, para reemplazarlo por el más oportunista Egon Krenz. Ocho meses antes de la caída del Muro, Honecker recibe el doctorado «honoris causa» en la Complutense de Madrid. Dice entonces que el Muro de Berlín iba a durar cien años. La complacencia fue general entre la intelectualidad hispánica. De ese mismo año, con desenlace muy distinto, son las jornadas sangrientas de Tiananmen.
Cayó el muro de Berlín y Alemania se reunificó, once meses más tarde, con el liderato de Helmut Kohl. La Europa central se liberó de los vestigios del Pacto de Varsovia. A una semana, Checoslovaquia se desembarazaba de la tutela totalitaria. La disidencia había vencido. Juan Pablo II fue decisivo alentando la «Solidarnosc» polaca. La Unión Soviética implosionó. Los Estados Unidos, en lugar de ponerse a gozar del «dividendo de la paz», tuvieron que ejercer como superpotencia en un mundo unipolar. El mismo George Bush padre que tan bien comprendió la reunificación alemana —mejor que Thatcher o Mitterrand, por ejemplo— orquestó la coalición que iba a liberar Kuwait de la invasión iraquí. Luego los Estados Unidos también intervinieron en Bosnia y Kosovo, mientras Europa se mecía en la irresolución.
La globalización, Internet y la movilidad de capitales llegaron al poco tiempo de la caída del muro de Berlín. Para Europa, las cosas iban a cambiar hasta extremos del todo inimaginables al terminar la Segunda Guerra Mundial y comenzar la guerra fría. Europa renació. Los países del Pacto de Varsovia ingresaban gozosamente en la Alianza Atlántica y optaban a lo que hoy es la Europa de los Veintisiete. Veinte años después, en una Europa tan transformada, Alemania es la locomotora de la Unión Europea. A diferencia del liderato de Kohl en la plena ortodoxia del europeísmo, Angela Merkel combina la consolidación europea con la reafirmación de los intereses nacionales de Alemania. Es una fórmula ya muy analizada: Berlín no desea avanzar mucho más en la integración europea, más allá del Tratado de Lisboa, pero tampoco quiere retroceder. Es una fase de «status quo» que posiblemente se prolongue durante años. En el conjunto de Europa, prácticamente no hay fronteras.
Veinte años más tarde, la democracia liberal forcejea con lo que se denominan democracias «iliberales» —Venezuela o Rusia, por ejemplo— o las formas emergentes del capitalismo autoritario. El caso de China se postula como parámetro político para países que recelan del ejercicio democrático y de los modos de la sociedad abierta. En el caso de Venezuela o Rusia, la petro-política depende de la cotización del crudo, pero al hablar de China todo es más complejo porque su crecimiento es de tal envergadura que transforma el panorama geopolítico configurado después de la guerra fría. Queda comunismo en Cuba, Corea del Norte, Vietnam y en ese híbrido del capitalismo pos-totalitario que es China. Cayeron los bustos de Lenin y los templos del hombre nuevo. El sistema de libre mercado triunfó sobre el colectivismo y la economía centralizada. El comunismo pasó a ser un despojo moral y la ruina de una bancarrota. En 1963, Kennedy se plantó ante la Puerta de Brandenburgo y dijo: «Yo soy un berlinés». En 1987, Reagan —de tanto peso en el finiquito del imperio soviético— diría en Berlín: «Señor Gorbachov, derribe este Muro». Antes de las elecciones de 2008, un aspirante a la Casa Blanca llamado Obama regresaba al mismo lugar y ofrecía otro pacto de libertad a una Europa expectante.
Tras el fin de la guerra fría, el 11-S marca el inicio real del nuevo siglo, con las intervenciones en Irak y Afganistán. Quedaba atrás el siglo de los totalitarismos y de la megamuerte.
Fundamentalmente, quedaba atrás el gran error, la patología perversa del determinismo. La lección del Muro fue que el dogma del determinismo histórico pasaba a hibernar como una antigualla radioactiva. Por eso ahora es postulable, sin lastres ideológicos, que quizás China —como dice el historiador Niall Ferguson— no pueda mantener su actual estructura de poder, mientras que Rusia carece del poder de la Unión Soviética, al tiempo que potencias emergentes como Brasil o la India se rigen por el sistema democrático. La incógnita es ahora la evolución del mundo musulmán. Todo está abierto. En un mundo siempre imperfecto, las brechas en el Muro de Berlín acabaron por convertirse en una nueva avenida.
Valentí Puig
www.abc.es
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