El viajero se encuentra desarmado frente al policía del aeropuerto internacional de Moscú. Ha confesado, sí, que lleva en la maleta una lata de caviar no declarada. El guardia le escruta y luego examina el contenido de la maleta a través de rayos X. El viajero ha llegado con la lengua fuera a Sheremetievo, y teme perder el vuelo. No ha encontrado ningún taxi. Tampoco, el servicio paralelo que le han sugerido como alternativa: profesionales que utilizaban su coche particular para obtener un sobresueldo. «Para cualquier coche y di el nombre del aeropuerto. Eso bastará». Han parado dos o tres, pero se han negado a llevarle. Con la hora pegada al culo, ha vuelto al hotel del Comité Central donde ha asistido a un seminario internacional. Finalmente, el chófer de un coche oficial sin nada mejor que hacer se ha ofrecido a llevarle. Llegan por los pelos.
Y ahora, el guardia. «Lleva usted cuatro». ¿Cómo? «Que lleva usted, no una, sino cuatro latas de caviar». El viajero ha adquirido el manjar en una tienda no oficial y carece de recibo. No ha tenido mejor idea que ocultarlas entre la ropa dentro de la maleta y ha confesado un pecado venial —«llevo una lata en la maleta»—- para disimular la verdad. Así que dirige alternativamente su mirada suplicante al guardia y a la cola de embarque, y hace ademán de entregarle las latas, sin más. El agente observa durante unos segundos más, esboza entonces una sonrisa y, con un gesto expresivo, invita al viajero a que pase. Con sus latas de caviar en la maleta. El viajero, que ya ha percibido durante su estancia en Moscú una atmósfera asombrosamente parecida a los últimos tiempos del franquismo en España, aborda el avión con la sensación de que el incidente del guardia constituía una sugerente metáfora de los cambios que se estaban produciendo en la URSS por aquellas fechas.
Pocas lágrimas
Aquellas fechas eran mediados de octubre de 1989. Durante la estancia del viajero en la capital soviética, el otrora todopoderoso secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania, Erik Honecker, se había visto obligado a rendir el cargo en medio de la crisis provocada por la estampida de miles de alemanes orientales hacia Occidente a través de Hungría, cuyas autoridades habían abierto meses antes sus fronteras con la otra mitad de Europa.
El viajero fue testigo de las escasas lágrimas que la URSS de Gorbachov derramó por la partida del viejo dinosaurio, el aliado más fiel que había tenido durante décadas. Moscú ya no pagaba a vasallos. Semanas después, el 9 de noviembre, se iniciaría la demolición pacífica del muro de Berlín. La guerra fría y la partición de Europa aún no habían concluido, pero la brecha abierta en el muro alumbraba el nacimiento de una nueva era en el continente después del siglo más corto (1914-1989), pero también el más sangriento de su historia.
Fin de un paréntesis
El final de una época? Más bien el fin de un paréntesis de cuarenta años. Cuatro décadas (1945-1989) en las que quedó en suspenso la historia del continente después de la nueva guerra de los treinta años iniciada en 1914 y que, con dos periodos de enfrentamientos bélicos directos y un interludio para el rearme, se había prolongado hasta 1945. Esa es la tesis del brillante historiador Tony Judt en su monumental Postguerra, una historia de Europa desde 1945. La perplejidad y la incertidumbre que siguieron a la espontánea alegría inicial por la caída del muro (porque con su ominosa presencia habían desaparecido también unas cuantas certezas) no se deberían tanto a la natural zozobra ante un tiempo nuevo, como al hecho de que, a partir de 1989, Europa se reencontraba con su historia. Y esa historia no era nada edificante.
Durante esos cuarenta años, que Judt llama «de postguerra», las dos mitades de Europa vivieron encapsuladas, cada una en su espacio. 1945 no había sido el comienzo de algo nuevo. Simplemente, había parado el reloj. «En retrospectiva, los años transcurridos entre 1945 y 1989 empezarían ahora a considerarse no como el umbral de una nueva época sino más bien como un periodo de transición: un paréntesis de postguerra, la situación inacabada de un conflicto que terminó en 1945 pero cuyo epílogo había durando otro medio siglo». Pero, a juicio del historiador, y pese a que han sonado algunas alarmas del pasado, el balance de los últimos veinte años es alentador. «Europa no está entrando de nuevo en su turbulento pasado; por el contrario, lo está dejando atrás».
Eduardo San Martín
www.abc.es
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